La carrera de Michael Haneke, el director austriaco crucial en la historia del cine mundial los últimos cuarenta años, tuvo un origen especialmente particular, desde los terrenos siempre en la rica escuela de la televisión cultural alemana, en donde se formó como director desde el internamiento profundo en la dramaturgia y el montaje, en los guiones y en la edición, lo cual sin duda determinó buena parte de la gran potencia de su estilo; de la inmensa eficiencia de su cine. Esto derivó en una ópera prima providencial: ‘El séptimo continente’ (1989), la primera pieza de una trilogía que exploraba el vacío extraordinario en la existencia de la vida moderna, en la tierra gélida de una modernidad ascendente en las sociedades europeas, con la consecuencia de destrozar profundamente el alma, el sentido, el fuego. Se llamó la “trilogía de la glaciación”. En ‘El séptimo continente’, Haneke nos inserta en la cotidianidad de una pequeña y joven familia, la de Georg (Dieter Berner), Anna (Birgitt Doll) y la pequeña Eva (Leni Tanzer), quienes se aferran a los automatismos infinitos de la vida moderna, entre la cotidianidad, la tecnología casera y los reportes epistolares, ocultando un vacío asesino que los consume gradualmente con la inercia de la autodestrucción.
Haneke nos introduce en la maquinaria cotidiana y aceitada de una familia perfecta, ideal, en las interacciones, en la programación, en el engranaje, en la imagen, en cada paso para dar. Para llevarnos a ese ritmo preciso que poco a poco se hace demoniaco, Haneke puntualiza en inserts detallistas, en primeros planos de autómatas que poco a poco se van resquebrajando. Las máquinas se encienden, se mueven, como si fueran capaces de sostener la vida entera, pero muy pronto se desconectan, los sentidos fallan, la pose se hace insostenible. Ya cuesta mirar, ya cuesta comer, ya cuesta esperar, ya cuesta continuar. De repente, en medio de la oscuridad de una noche implacable en la que se respira el aire denso de la melancolía, la familia en pleno se encuentra con la muerte, con la tragedia más azarosa, y la convulsión de ese encuentro despedaza todos sus esquemas, hasta que la maquinaria prodigiosa se derrumba gradualmente y entonces se abre paso una autodestrucción imparable, repleta de la urgencia por terminar el sufrimiento, por culminar un sinsentido insoportable. Haneke trae a aquella modernidad la laceración propia de Bergman cuando se aferra al existencialismo, cuando no encuentra la fe necesaria para poder ponerse en pie cuando suena el reloj despertador. También está presente la brutalidad trágica de Dreyer, con acontecimientos en los que de repente se hace presente un misterio aterrador, en el cual todo se contamina por una pesadumbre que jamás vuelve a irse, que nunca más deja de contaminar el aire.
La observación social de Haneke es fundamentalmente aterradora y deja entrever el desentrañamiento consecuente de un modelo de mundo en el que de repente el mundo material copa todos los escenarios de la existencia. Haneke prevé una fatalidad en un sistema que se aferra a una superficialidad interminable, en un mundo de palpitaciones propias de una maquinaria criminal, en medio de una auténtica prisión. Así es como las máquinas parecen la nueva extensión del escenario metafórico del infierno en la tierra del que hablaba Kafka en ‘El Proceso’ y que extraordinariamente supo reproducir Welles, pero aquí más allá de las interminables oficinas burocráticas y ahora en la repetición interminable del mismo día, de un materialismo omnipresente, que no es capaz a fin de cuentas de cubrir las carencias de un alma vacía, de una existencia llena de terrores que son siempre el reflejo de una vida extensamente alienada.
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