La primera mitad de la década de los noventa, en el cierre del siglo XX, se instaló definitivamente el mundo globalizado posterior a la Guerra Fría, con la estructura del modelo neoliberal y un consecuente individualismo en el cual la enajenación podía exacerbarse ante el auge extraordinario de unas comunicaciones más poderosas que nunca en el desarrollo tecnológico. Ese es el mundo en el cual se dan las vidas destruidas de la trilogía de la glaciación de Michael Haneke. La extraordinaria crisis existencial que construye el director austriaco en su saga resultan ser no solo reveladores sino además premonitorios, como si se tratara de observar el panorama de unas circunstancias que se han hecho cada vez más tangibles en el siglo XXI, con una bruma enceguecedora que impide como nunca un futuro claro. La tercera película de la trilogía es ’71 fragmentos de una cronología del azar’ (1994), en donde Haneke traza un mapa interconectado entre diversos personajes nuevamente en proceso de consumirse en una melancolía que los lleva por el desfiladero de su propia vida. En el azar entre un inmigrante rumano al borde de la miseria, una pareja que acaba de adoptar a una hija, un jubilado solitario que apenas puede mantener contacto con su hija y ver la televisión, un guardia bancario aferrado a la religión y un joven universitario que hace apuestas cada vez más riesgosas con sus amigos. Esa conexión inconsciente en este ensamble coral está cubierta por una fatalidad misteriosa y extensa que nuevamente derivará en un desenlace trágico, con esa sensación de que no existe escapatoria alguna.
En ‘Fragmentos de una cronología del azar’ existe un gesto conceptual y creativo que resulta especialmente significativo con respecto al mensaje mismo de Haneke: en medio de las escenas y secuencias, de duración heterogénea, hay una transición con corte directo consistente en un espacio oscuro, negro, que se percibe auténticamente como una fatalidad nefasta e irreversible. Los pasos tristes de cada historia entrecruzada se convierten así en espasmos en los que la oscuridad de los cuadros negros en las transiciones parecen la presencia de lo trágico. De la misma forma, por todas partes se multiplican las noticias de la época en los canales de televisión que sintonizan los personajes a veces para tener que ver y otras para no sentir su propia soledad, lo cual nuevamente traza los linderos de la época, relacionando inmediatamente el discurso de Haneke. La cámara se sitúa continuamente en la posición de una mirada perdida, que pareciera observar por primera vez los detalles, las cosas, las manos, los pies, con la capacidad de capturar la esencia terrible de una muerte melancólica, que se respira en el aire, que aquí trasciende en el aire que se respira, igual que sucede en las dos películas anteriores de la trilogía. Así es como el vacío más profundo captura cada existencia, cualquier tipo de vida que se introduce en este escenario construido con base en silencios, miradas, esperas y personajes que finalmente pierden la cordura como consecuencia de haber perdido la consideración misma del valor por la vida.
Este el cierre de una trilogía que sería el lanzamiento tardío de un cineasta que estaría por sacudir las conciencias y las sensibilidades en el cine que estaría por venir en los años y décadas siguientes, con la inmensa pertenencia de una deshumanización progresiva, de una sociedad cada vez más desprovista de los impulsos necesarios para avanzar con un mínimo sentido de la fraternidad. De una consideración mínima del otro. De una auténtica epidemia de la melancolía, con el auge de las pantallas en cada resquicio de tiempo y espacio.
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