jueves, 7 de marzo de 2024

Los Leguineche cazadores de ‘La escopeta nacional’ y el campo social de Luis García Berlanga


En la extensa tradición del cine español, no existe otro cineasta tan relevante como Luis García Berlanga, quien concentró por décadas en su cine la voz del pueblo español, atravesando especialmente el franquismo para ponerlo al frente o al fondo en sus amplios paisajes llenos de personajes, de comunidades, de una colectividad que sobrevivía a la barbarie y a ciertas pulsiones individualistas naturales en la supervivencia. Después de una filmografía con títulos emblemáticos de la hispanidad misma, como ‘Bienvenido, Mr. Marshall’ (1953), ‘Calabuch’ (1956) y ‘El verdugo’ (1963), García Berlanga se convirtió en el máximo ejemplo de la capacidad del cine para convertirse en representación cultural de toda una sociedad. A finales de la década de los setenta, sobre la inmensa liberación colectiva del final del franquismo, el cineasta valenciano emprendió la llamada “trilogía de los Leguineche”, centrada en el corazón de una familia de aristócratas, los Leguineche, en el que sus integrantes conservan y sintetizan típicamente los vicios de una élite cómplice a veces y directamente criminal otras veces. La primera película de la saga es ‘La escopeta nacional’ (1978), en la que Jaume Canivell (José Sazatornil) es un fabricante de porteros electrónicos (en México el interfón y en Colombia el citófono), quien se desplaza a Madrid con su secretaria Mercé (Mónica Randall), quien en realidad es su amante, para conseguir compradores en un evento de cacería en la finca ‘Los Tejadillos’, de los Marqueses de Leguineche. Así empezará para Canivell un viaje a la deriva de las aberraciones y lo insólito, en medio de unas exhibiciones de poder que rayan en la obscenidad. 

Como los héroes descendidos al infierno, Canivell es arrastrado a un mundo inasible, que no se puede delimitar, en el que las fronteras de lo real se hacen difusas sin necesidad de cruzar en momento alguno hacia la fantasía. Como Marcello Rubini, en la carne de Marcelo Mastroianni en ‘La Dolce Vita’, Canivell es embriagado por un caos de poder diverso y lleno de banalidad, en donde se discuten los destinos, a fin de cuentas. Rebota de una habitación a otra, como si los agudos diálogos de García Berlanga y Rafael Azcona lo levantaran del piso para lanzarlo por una vía que va a transcurrir siempre errante, entre la depravación, los placeres y un hedonismo que todo lo atraviesa. Como en ‘La regla del juego’, de Jean Renoir, la cacería y la rapiña pasan de ser simplemente una actividad hasta convertirse en un principio, en una esencia vital. En ese círculo privilegiado, con intensas pasiones inmediatas, desde la furia y la violencia hasta la euforia de las risotadas, el poder económico se expande sin que tenga realmente un objetivo, como si hubiera llegado al punto de no tener hacia dónde más explayarse. 

García Berlanga toma la cámara y acompaña a su personaje mientras atraviesa ese campo social en el que realmente no le importa a nadie. En el que apenas es rodeado de palabras y se confronta con las espaldas de quienes busca para hacer realidad su pequeño negocio. Una inversión que probablemente no cueste nada, pero que a nadie se le pega la gana llevar a cabo. Canivell no tiene resquemores ni impedimentos éticos para adaptar todas las veces que sea necesario las mentiras y las poses que se requieran para vender sus aparatos, sus pequeños productos. Sin embargo, esa venta del alma al diablo es inútil porque hay un trasfondo de clasismo y de relaciones de clase que los Leguineche no van a permitir nunca que se resquebrajen para que acceda alguien que no sea de su torre de cristal, que no pertenezca a su casta. Esa caza estructural, referencia de las cazas terroríficas de Franco, trasladan potentemente la tiranía de Franco al espíritu podrido del mismo orden sistémico. 


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