Para 1933, aquel año tan determinante como trágico para Alemania y Europa, en el que Hitler ascendió al poder con todos los fascistas cargándole la inmensa cola al monstruo, Fritz Lang ya había entregado unas cuantas obras transversales en la evolución del cine como un arte elaborado y comprometido. Empezando por la primera entrega de la “trilogía Mabuse”, ‘Mabuse, el jugador’ (1922) y continuando con ‘Metrópolis’ (1927), todo un hito de la ciencia ficción y ‘M, el vampiro de Dusseldorf’ (1931), que bien podría considerarse el parteaguas del terror psicosocial. Thea von Harbou se había convertido en una estrella fundamental en todo su proceso creativo y además en su esposa. Justo en aquel año fatídico, con el respaldo de un reconocimiento en auge que lo haría desfilar pronto por las tenebrosas oficinas de Goebbels, Fritz Lang volvió a trazar otra de las cúspides de su carrera, con ‘El testamento del Dr. Mabuse’ (1933), una película tan extraordinariamente intuitiva y premonitoria que fue casi borrada de Alemania durante las siguientes dos décadas. En ‘El testamento del Dr. Mabuse’, Lang le da continuidad a la historia aparentemente terminada del particular villano gansteril que era Mabuse (Rudolf Klein-Rogge), para concentrarse en sus habilidades hipnóticas y convertirlo primero en el desquiciado superdotado recluido en el manicomio y después en el espectro representativo de una amenaza tan espiritual como colectiva, la del “imperio del crimen”, como el mismo Mabuse define a su escenario distópico. Nuevamente tendrá la oposición de un detective persistente, ahora el inspector Lohmann (Otto Wernicke) y del amor que salva del control mental de Mabuse al joven Thomas Kent (Gustav Diessl).
‘El testamento del Dr. Mabuse’ toma la estafeta en el punto exacto donde la dejó ‘Dr. Mabuse, el jugador’, no solamente en lo que se refiere a lo narrativo o específicamente a la trama, sino también a lo genérico, al escenario que se circunscribe más decididamente en lo realista, aunque ya había tocado algunos puntos de lo fantástico. Por la vía de unos recursos completamente articulados con sus intenciones conceptuales, ahora Lang hace uso de la animación, los efectos prácticos y el diseño de sonido (la más inmensa de las novedades) para hacernos cruzar poco a poco a un asunto esencial, el del espíritu colectivo, el de toda una nación. El ascenso imparable de los fascistas, de los criminales que arrasan, roban, matan, sabotean y se fundamentan en un discurso radical, es el mismo que Mabuse escribe febrilmente en la celda del asilo de los locos. Es toda una escritura nueva, un tratado, un legado criminal, como el de Hitler, como el de toda secta que sigue los textos sacralizados que puede llevar a la sociedad a un horror sin precedentes. Desde el punto de vista de lo creativo, aquí ya no solo hay sonido, sino todo un incisivo y potente diseño de sonido de Adolf Jansen. Las disolvencias, las sobre exposiciones y la animación, se suman para trasladarnos a un mundo en el que la fantasía no tiene la simple tarea de representar otro umbral de la percepción, sino en el que expresa algo mucho más tangible, que se va creando monstruosamente día tras día: la cultura de la muerte, del crimen, de la violencia. El espíritu del profesor Baum (Thommy Bourdelle), obsesionado con el caso clínico de Mabuse, se va llenando de una pasión asesina, fanática, que es utilizada como el instrumento de Mabuse, la marioneta para culminar su proyecto de destrucción. Por otra parte, Hofmeister (Karl Meixner), un policía torturado hasta la locura por el fantasma de Mabuse, es la mejor muestra del extremo sadismo del monstruo de ultratumba.
La película de Lang va tan profundo desde la particularidad propia de la Alemania de su tiempo que se hace imperecedera. Tan vigente que nunca va a dejar de hablar de algo que sucede por arraigarse con fuerza a la naturaleza humana más perversa.
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