Después de presentarse al mundo con ‘Shaun of the Dead’ (2004), la primera película de la trilogía del helado Cornetto, Edgar Wright tendría claro su camino, en términos genéricos y estilísticos. Sería para los milennials aquel desarmador de los géneros que tuvo cada generación de cineastas en el mundo anglosajón, con la influencia de una edición reactiva, propia de la influencia del MTV ochentero. Para extender el manto del “bromance” y la desmitificación de inicios del siglo XXI, Wright lanzó la segunda parte de la saga heladera con ‘Hot Fuzz’ (2007), en donde vuelve a poner en el centro a una pareja de amigos inseparables, la clásica del “gordo y el flaco”, esta vez con Nicholas Angel (Simon Pegg, de nuevo partícipe en la escritura), un agente de policía bien portado y legalista, al borde de lo esquemático, es trasladado a un pequeño pueblo de la provincia inglesa, en donde apenas hace buenas migas con Danny Butterman (otra vez Nick Frost), un policía borracho y hedonista, concentrado en las pequeñas dichas de la banalidad. Todo podría andar sin sobresaltos de no ser por una serie de brutales asesinatos que se desatan por todo el pueblo y frente a los cuales, por supuesto, el único interesado en resolverlos es el abnegado agente Angel.
La película empieza con un narrador que recuerda inmediatamente las introducciones de las películas de los Monty Python, con la burla implícita a ese tono solemne tan propio de las galas de la Corona Británica, especialmente cuando esto consiste en desarmar el aparato policiaco y en buena medida, como poco a poco se va revelando, la aristocracia enquistada desde las pequeñas sociedades al interior de la isla. Las características estilísticas de Wright funcionan muy bien en ese relato de la sistemático que suele impregnar al orden. De esa rigidez propia de maquinaria, de cierta deshumanización implícita en las formas. Poco a poco van emergiendo personajes representativos de los diversos estamentos sociales: el dueño de la empresa más grande, el dueño del pub, el sacerdote y otros tantos aferrados a esos poderes diversos. Como en ‘Shaun of the Dead’, Wright también disecciona mucho del paisaje para trasladarlo a la nueva dinámica, la del thriller explosivo y abiertamente referencial de la amplia tradición de las parejas policiacas, especialmente aquellas mencionadas directamente en la película: ‘Point Break’ (1991) y ‘Bad Boys’ (1995), que funciona en la trama como auténtica gasolina para el “bromance”, que gira cada vez más en torno a esa cinefilia específica.
Sin embargo, en esa inmersión progresiva y acelerada en la sátira, poco a poco la agitación va haciendo que se pierda poco a poco el control y que todo se vaya derrumbando poco a poco, a pesar de notables esfuerzos para mantener la estructura estricta que exige el mismo género del thriller. Entonces Wright encuentra que avanzar decididamente hacia la parodia de ‘Point Break’ y ‘Bad Boys’ es una buena forma de mantener en pie la cadencia ya de por sí caótica que toma el último tramo de la película. En ese esfuerzo, consigue además la posibilidad de elaborar un epílogo como para recoger los estragos del huracán que se terminó gestando, especialmente encaminado hacia establecer toda una resonancia con el final de ‘Shaun of the Dead’, en donde los héroes caminan por el nuevo mundo que han construido después de sobrevivir al antiguo. Con el “bromance” reacomodado a las nuevas condiciones, reconstruido en la nueva dinámica, con un par de hombres que han soportado el arrasamiento con base en sus propios juegos infantiles que no terminan nunca y que a fin de cuentan también alimentan las ideas del mismo director, la tercera vértice del triángulo.
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