jueves, 14 de marzo de 2024

Los Leguineche palaciegos de ‘Patrimonio nacional’ y la comedia satírica de Luis García Berlanga


La década de los ochenta, aquella de liberación plena en España, empezó para García Berlanga en su filmografía con ‘Patrimonio nacional’ (1981), la segunda película de la “trilogía de los Leguineche”, después de ‘La escopeta nacional’, apenas tres años antes. La reflexión sobre el franquismo, en el nuevo modelo democrático, eran frecuentes, como las que se pueden dar naturalmente en quien acaba de despertar de una pesadilla. García Berlanga, incisivo siempre en el tejido social, encontraba un escenario propicio para retratar los vestigios cada vez más penosos de un fascismo que se había anquilosado por largas décadas. ‘Patrimonio nacional’ nos traslada a Madrid en la primera primavera posfranquista, cuando el Marqués de Leguineche (Luis Escobar) regresa del exilio autoinflingido a su palacio, con la pretensión de retomar el esplendor de su antigua vida de cortesano. Allí se encuentra con Eugenia, la Condesa de Santagón (Mary Santpere) quien todavía es su esposa oficialmente, a pesar de haberse separado después de tantos años, quien se niega a recibirlos de entrada y apenas accede a una negociación, con la condición de que no pongan pie en la planta en la que ella se encuentra, aferrada a costumbres estrambóticas de una vida que la ha hecho delirante. Poco a poco, los vicios de los Leguineche, tanto del Marqués como de su hijo Luis José (José Luis López Vásquez), van revelando que se encuentran en el mismo nivel de alucionación con respecto a su realidad, sin poder admitir que su palacio, como representación de su realidad, se viene al piso a pedazos. 

García Berlanga filmó esta película en el Palacio de Linares, en estado de abandono por la desocupación durante muchos años. En los vestigios de esa realeza decadente encuentra el eco del franquismo que se entonces acaba de venirse abajo como una estatua derribada por unos tiempos insaciables de libertad en España. Nuevamente, como en ‘La escopeta nacional’, el director nos sumerge en una experiencia auténticamente inmersiva, en la que simultáneamente los brillantes diálogos, escritos con Rafael Azcona, van trazando la silueta de una colección de personajes que se expanden por este espacio interminable como si se tratara de una plaga que se toma este espacio abandonado, como una invasión de cortesanos que se dedican día a día a mantener sus privilegios y comodidades. La sátira es explosiva y el camino hacia la decadencia está lleno de excentricidades impropias de cualquier sentido de la conciencia. 

Alrededor del núcleo oxidado de la familia Leguineche, circulan los estamentos de una sociedad que va más allá del contexto mismo de la dictadura franquista, que son inherentes a todo sistema. Así es como el sacerdote (ese sí muy franquista), los burócratas y los militares revolotean por el lugar como si buscaran picar algo, alimentarse de un poco de aquellas sobras de lo indigno pero materialmente sustancioso. Este recorrido que finalmente también termina siendo histórico es un antecedente importante de ‘El arca rusa’ (2002), de Aleksandr Sokurov. Más de veinte años antes, sin cruzar la frontera del realismo hacia la fantasía, García Berlanga también hizo una disección de las estructuras políticas y sociales en la élite de España. Mientras avanzamos por las habitaciones y pasillos del palacio de los Leguineche, se filtra una luz melancólica, pero al mismo tiempo la vida de los plebeyos transcurre a las afueras, apenas a unos cuantos pasos, y en las palabras, siempre extraordinarias y profundas en la comedia de García Berlanga, se revela una estructura que trasciende los tiempos, que es común simplemente a la sociedad y al sistema político. Fácilmente se acepta conceder una buena parte de la dignidad con tal de que se pueda vivir la comodidad material. Ese bisturí agudo de García Berlanga atravesaba la naturaleza misma, más allá del contexto álgido de su época. 


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