jueves, 4 de abril de 2024

El Cornetto zombi de ‘Shaun of the Dead’ y el terror cómico de Edgar Wright


Sobre el inmenso mundo de la cultura pop anglosajona, el cine británico ha jugado un papel fundamental en un amplio espectro de géneros y de fusiones de géneros, desde la comedia hasta el melodrama, pasando por una observación constante y diversa sobre las fisuras de la estructura capitalista. En la primera década del siglo XX, Edgar Wright, sobre la inmensa tradición de la comedia inglesa, se presentó como un nuevo autor de la postmodernidad en el cine, en medio de un cine eminentemente comercial. Tras una larga experiencia en la televisión, Wright se posicionó en el imaginario milennial con su “trilogía Cornetto”, llamada así por la simple presencia de los conos de helado Cornetto en algún instante de cada una de las tres películas. La primera película de la trilogía, que de paso fue la que instaló a Edgar Wright en el panorama del cine mundial como una voz identificable, especialmente en la tradición de la comedia británica y la estética del videoclip en el cine, fue ‘Shaun of the Dead’ (2004), fundada en las grandes sagas de George A. Romero, el fundador del cine de zombis, con la clásica sátira británica. Shaun (Simon Pegg), un modesto vendedor de electrodomésticos, y Ed (Nick Frost), su hedonista compañero de departamento, decididamente entregado a la vagancia, son sacados de su rutina inamovible entre los videojuegos y las cervezas en el pub para afrontar una inmensa plaga zombi que los obliga a emprender toda una aventura disparatada de supervivencia. 

En el trasfondo de ‘Shaun of the Dead’, se respira una alienación penetrante. Aquella que anestesia a un par de personajes desarraigados del sistema con respecto a su entorno inmediato, a una urgencia descarnada en sus narices. Wright construye pronto la dinámica de un auténtico “bromance”, que es capaz de soportar incluso la crisis amorosa por la cual pasa Shaun. Una edición reactiva, representativa de una maquinación extensa, de movimientos perpetuos que reviven en el nuevo siglo las condenas sistemáticas de los personajes de Bresson y la furia social del Free Cinema, en el caldo de cultivo del auge de un cine inyectado por los videoclips. Mientras que Shaun y Ed se acomodan una y otra vez en los sofás y las bancas de la barra del bar, una plaga extraordinaria de muertos vivientes los acechan con tal lentitud hecha consciente que tardan en darse cuenta de la circunstancia. En esta premura descomunal, Shaun apenas puede reaccionar, en medio del apocalipsis, para rescatar a su círculo más cercano de afecto, que se va derrumbando ante sus ojos. Los medios de comunicación apenas cubren con banalidad la existencia de los monstruos aletargados. Desde la actualidad, la observación de la película se transforma con la existencia de la pandemia en la historia reciente, y esa perspectiva no solamente deja entrever el increíble absurdo del espectáculo de la hiperproducción incluso en medio del apocalipsis, de la muerte transversal. 

Los extraordinarios diálogos de Edgar Wright y del mismo Simon Pegg, el actor principal de la película, se circunscriben en la extraordinaria tradición fársica de Inglaterra, encabezada por los mismísimos Monty Python. En el fondo de la devastación y la emergencia, surgen los debates filosóficos y las observaciones obsesivas en medio de la lentitud exacerbada de los zombis hecha consciente, cuestionando la prisa a fin de cuentas. El encierro en el bar es una negación extrema, una necesidad imperiosa por abrazarse con fuerza al confort del placer inmediato, sin poderse sacar siquiera las ganas de sentirse pleno en medio del infierno mismo, mientras que la realidad acecha e invade cada espacio, sin poder escapar de ese mundo auténticamente caníbal. 


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