Para cerrar su “trilogía flamenca”, con Antonio Gades y Cristina Hoyos, Carlos Saura se remitió nuevamente a la adaptación de las adaptaciones, a los múltiples niveles de la metaficción. La pieza elegida fue la pantomima ‘Amor Brujo’, del trascendente compositor español Manuel de Falla, aquí adaptada al flamenco por María Pagès. Apenas con una introducción que nos lanza desde la metaficción del inmenso set de filmación, Saura se adentra en el submundo de los bajos fondos, con un flamenco al natural, de confrontaciones potentes entre el amor y el odio, para poner en el centro a Candela (Cristina Hoyos), en el día de su boda con José (Juan Antonio Jiménez), un pacto de los padres desde la infancia, que arrasa con los anhelos amorosos de Carmelo (Antonio Gades), quien es atravesado por la fatalidad del amor y el destino. Pero el azar trágico, lanza a Candela hacia el abismo de un delirio febril, cubierto por la brujería misma, que convierte al amor supremo de Carmelo en otro fantasma, uno que vive pero está capturado por fuerzas sobrenaturales.
Saura parte de un entorno agreste, de la desnudez de un barrio tradicional, en la atmósfera de una realidad plena, relacionada de cerca con unas tradiciones inquebrantables, que son capaces de cruzar el umbral de la muerte misma. Esa progresión natural de lo tradicional a lo trascendido, recuerda constantemente ‘Milagro en Milán’ (1951), la oda fantástica al proletariado de Vittorio de Sica, pero aquí con un vehículo diferente al de las ensoñaciones, con una oscuridad permanente, la de una convulsión febril que arrastra a los personajes a través de las tormentas, de las raíces profundas de un designio sagrado, el del pacto amoroso que no se puede romper. Con un diseño de producción siempre funcional, con inmensos velos que expresan con solvencia los cielos que se transforman y sirven de fondo para las imparables evoluciones de los cuerpos que danzan, confrontándose en una disputa entre sí mismos y con una fuerza suprema que les impide encontrarse. Justo entre la concentración del modelo de ‘Bodas de sangre’ y los límites tormentosos de ‘Carmen’, Saura elabora un espectáculo de trascendencia constante, que se conoce bien con la oscuridad, con la noche, que se agita en medio de una auténtica purga de demonios dolorosos. Los fantasmas aquí son los recuerdos. Las presencias que no se pueden extinguir de tan traumáticas que se cortaron. Esa es la imagen que flota por el espacio, que surge de la oscuridad de la noche intensa. La misma que hace que las conciencias se atribulen y el sueño no se pueda conciliar, las que invaden el espíritu y destrozan la vida. Las heridas más difíciles de sanar. En ‘Amor Brujo’, a diferencia de las dos anteriores en la trilogía, el flamenco no se surge como algo desarticulado, sino como parte integral del escenario, de una humanidad que baila flamenco, una sociedad integrada alrededor del canto y el baile, que hace de este arte un vehículo para sus propias curas, para su más extraordinaria catarsis frente a las emociones que le laceran. Desde esa perspectiva, Saura consigue expresar una estructura completa y orgánica que finalmente se puede considerar como un cine flamenco, como un cine expresado también en las vibraciones de la danza y del canto, un arte que finalmente entra en armonía con una cultura completa, con una representación metafísica de la vida a través del arte, de un arte emanado de los encuentros, de las disidencias y de las comunidades fortalecidas en una comunión que sirve siempre para resistir y para salvarse.
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