Los animales se refugian en sus escondrijos para lamerse las heridas y sanarse de la hostilidad del mundo. Esa sanación mística es habitual especialmente en los terrenos del mito, en donde los héroes en trance se curan de la violencia implícita de la existencia. En ese escenario, aparecen también quienes salvan a los salvadores, quienes lavan sus heridas y purifican profundamente su humanidad. Es la evocación constante de María limpiando las heridas del cadáver de Cristo para ponerlo en el sepulcro y prepararlo para la sublimación final de la redención. La resonancia cultural de las fieras que se reparan en las madrigueras. El cine del Lejano Oriente, como un eco unificado de toda aquella cultura diversa, recaba en su propia naturaleza mística y cuenta con abundantes relatos trascendentes sobre esa comunión de soledades. En las periferias de las extensas cinematografías de Japón, China y Corea, tan extensas como sus países, se ha elaborado todo un tejido de espiritualidad brillante que ha encendido un faro acogedor y especialmente atrayente en el panorama del cine internacional. En Filipinas, las catedrales fílmicas de Lav Diaz han pintado el paisaje de una sociedad tan melancólica como hipnótica, mientras que en Tailandia el ya indispensable Apichatpong Weerasethakul ha roto los límites entre las deidades y el entramado humano de las sociedades segregadas. Cercano a la corriente de aquel río que Weerasethakul navega con potencia, en Malasia, Tsai Ming-liang ha labrado con detalle una filmografía luminosa, de más de veinticinco años, en los suburbios de su país, con los alcances de un larguísimo viaje para contemplar los interiores de soledades que se encuentran para refugiarse entre sí. Ese techo bajo el cual se lavan las llagas pocas veces se ha retratado con tanta diafanidad como en su No quiero dormir solo (2006), dedicada a la purificación afectiva de las compresas de agua tibia y fresca.
Hsiao-Kiang (Lee Kang-sheng), vagabundo segregado entre los segregados, sufre una violenta golpiza en las entrañas mafiosas de la ciudad más fría y oscura. Tirado en las calles es salvado por Rawang (Norman Atun), trabajador raso del entramado citadino, quien le construye un altar de santito, en el que lo lava y lo llena de cuidados reparadores con sus propias manos curtidas y con los paños y aguas que se vuelven medicinales. Así Hsiao-Kiang se va haciendo resplandeciente y atrae las pulsiones sexuales de la dueña (Pearlly Chua) y la mesera (Chen Shiang-yi) de un café, quienes también lavan con desafecto a su propio paciente entumido (interpretado por el mismo Lee Kang-sheng). Sobre esa plataforma de carnalidad, navegando sobre la las aguas de la atmósfera melancólica, el director malayo nos da acceso a la intimidad benefactora del ángel de la guarda, a la trastienda para resguardarse de las angustias, en donde, mientras revive el herido, se convierte en un espíritu sexual que libera otras vidas. En la elaboración creativa de esa cueva llena de luz, resulta esencial la fotografía de Liao Pen-Jung y el mismo Tsai Ming-liang, que convierten las tenues luces de la marginación, los negocios deshumanizantes y el alumbrado público en las zonas de luz que revelan los cuerpos tras los velos que se descuelgan con un halo ensoñador. El diseño de producción de Gan Sion-king y Lee Tien-chueh está repleto de detalles que construyen un mundo hechizo, en el que se juntaron pedazos de todas las cosas para construir un nuevo lugar, con fragmentos que son adoptados, readaptados, un espacio configurado con pedacitos lanzados desde otro mundo.
Desde la violencia polvorienta de la ciudad, ‘No quiero dormir solo’ se alimenta de las mismas aguas de su contemporánea tailandesa Tropical Malady, piedra preciosa de la filmografía de Apichatpong Weerasethakul, en donde también se encuentran dos hombres hasta la trascendencia mística, pero en el entorno embebedor de las proximidades de la jungla. Tsai Ming-liang cultiva la propia naturaleza de su acto de magia, en el rincón de un cantón, en el lecho que se extiende en la esquina de una guarida. Cultiva ese espacio místico con el afecto y la paciencia de Rawang, el cuidador, en donde se va purificando el aire con una esencia que se va haciendo inexplicable. Los barriles plásticos, repletos de agua hasta la orilla, se multiplican por el lugar y mojan una piedra fría que Rawang pisa descalzo en su pobreza, transformando ese reducto de la miseria en la habitación de los alambiques milagrosos de la santidad, en donde se producen las aguas puras que no solo curarán a Hsiao-Kang, sino que lo recubrirá de un fulgor que alterará los sentidos de quienes lo rodean.
Las mujeres del café respiran esa emanación mística de la sobrenaturalidad que cuece Rawang en Hsiao-Kang y buscan en él la trepidación abrumadora de un sexo estertóreo que no está ligado con la muerte, pero sí con la ruptura espiritual que las libera de la hostilidad rocosa de un mundo agreste en el que se enfrentan cada día a la crudeza de su exclusión social y genérica. Lentamente se abre un submundo de catacumbas en obras negras abandonadas, que parecen las ruinas de divinidades antiguas, en donde los personajes se sumergen en pos de una luz renovada por su experiencia mística en torno al nuevo santo reparado de sus heridas de mártir.
Pero no todo lo que sucede en No quiero dormir solo se expresa en los terrenos de esa espiritualidad sublimada. El desarrollo vertiginoso de las grandes ciudades de Asia implicaron rezagos lacerantes producto de la desigualdad, y en ese contexto furiosamente realista solamente los lazos humanos más afectivos pueden construir una red que sostiene las carencias individuales, tal vez para juntarlas y pararse en conjunto sobre un pedestal de pequeñas posesiones materiales que se potencian entre sí, con el calor de la compañía, de la humanidad como condición afectiva, como virtud esencial para la supervivencia en medio del devenir de la vida real en las fronteras sociales desde donde se vislumbra la miseria. Para muchos, considerablemente la mayoría, la dignidad solo es posible sobre ese tejido colectivo, en el que se conjuran las penas, en la que se lavan las heridas. Ahí también habita una redención que también sublima sin la magia milagrosa que se respira en la atmósfera de No quiero dormir solo. Tsai Ming-liang rompe con destreza las fronteras artificiales entre el realismo y la fantasía para presentar la experiencia justo como se vive en la vida, dotando a su película de una sensación plenamente identificable, reconocible para cualquiera en la propia revisión memoriosa de sus afectos. Como un eco desde sus entrañas, la película se percibe como un nuevo refugio para quienes la contemplan, con la parsimonia letárgica de un cine que resguarda de la aceleración angustiosa que vivimos. Nos aparta un lecho para descansar y lavar nuestras propias heridas.
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