Después de la exitosa primera entrega de ‘Back to the Future’ (1985), Robert Zemeckis, ya con una visibilidad inédita en medio de la acelerada década de los años ochenta, tuvo tiempo para apuntarse un nuevo clásico generacional con ‘Who Framed Roger Rabbit’, el célebre encuentro de los personajes de Disney y Warner con nuevos personajes en los cuarenta del cine negro. Antes de terminar la década, ya posicionado especialmente en las taquillas hollywoodenses, Zemeckis entregó la segunda parte de su viaje en el tiempo, la continuación de su emblemática trilogía intergeneracional, con ‘Back to the Future’ (1989). Marty McFly ni siquiera ha puesto los pies en la nueva realidad tras salvar el matrimonio de sus padres, la existencia de sus hermanos y la suya propia cuando de repente el cielo relampaguea y rompe el cielo el Doc Emmet Brown (Cristopher Lloyd), en un Delorean que ahora es máquina del tiempo voladora. Es urgente que Marty viaje al futuro, 30 años adelante, para salvar a su hijo de los estragos de una estupidez que lo condenará invariablemente a la fatalidad. En el viaje resulta involucrada Jennifer (Elisabeth Shue), quien completará junto al brillante perro Einstein el equipo que se enfrentará a un futuro en el que el rumbo se habrá extraviado.
Zemeckis y el guionista Bob Gale enfrentan ahora a su maestro y a su aprendiz al límite de un abismo del azar, al que McFly se ha visto arrastrado por solazarse en los éxitos que se garantizaron con el primer viaje en el tiempo, reforzando los orígenes familiares y transformando a sus padres en aristócratas integrados, abandonando su encanto outsider. Zemeckis toma el modelo fundacional de la trilogía, el pueblo de Hill Valley, para construir el modelo de un mundo impreciso y fundido en carne con la tecnología, en una proyección estilística de los propios años ochenta, como si se prolongara aquel presente y se preguntara con pensamiento lúdico hasta dónde llegarían los conflictos, la avidez tecnológica y la superficialidad que se disparaba en la cumbre ultracapitalista. Marty se descubre como un ejecutivo degradado, pisoteado, con hijos extraviados en el fracaso y sentado en la sala emborrachándose mientras acaricia el sueño de convertirse en estrella de rock, rumiando el despido. Pero sus propias tentaciones de materialismo desbordado lo condenan a la desgracia, convirtiendo a Biff, el antagónico de ultratumba, en una bestia corporativa trumpiana que ha construido un emporio sobre las ruinas de una ciudad asolada por la violencia, llena de guetos y armas. Su madre trasplantada en esclava sexual de aquel villano sometido y su padre enterrado en el olvido. Zemeckis traza el mapa de un Estados Unidos en auge, en el que las corporaciones devoraban todo a su alrededor y no había espacio intermedio entre los depredadores y los depredados. La única solución que queda es la de extinguir los tesoros, las llaves del cielo que en realidad son las del infierno, para poder resarcirse y volver a empezar de nuevo, en algún otro lugar y en algún otro tiempo. El extraordinario guion de Bob Gale construye ese entramado de derivas trágicas en las que el modelo se replica de forma perversa en futuro, pasado y presente, con sus propios Martys y sus propios Docs Brown que se tienen que mirar a la cara, como quien se revisa en la memoria, como quien recuenta sus pasos y constantemente trata de corregirlos para mantenerse en pie. Asombra sobremanera descubrir en aquella especulación el monstruoso reinado del tirano vulgar y la adolescencia errante en un mundo saturado. Es como si nuestro propio presente fuera hijo de esas dos miradas, como si fuéramos el pueblo fundado por la errante Lorraine y el nervioso George. El Hill Valley de alguna pesadilla de la cual despierta el Marty McFly inconsciente que se encuentra con la silueta de su madre en la oscuridad.
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