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jueves, 2 de marzo de 2023

El flamenco sobrenatural de ‘El amor brujo’ y el pacto amoroso de Carlos Saura


Para cerrar su “trilogía flamenca”, con Antonio Gades y Cristina Hoyos, Carlos Saura se remitió nuevamente a la adaptación de las adaptaciones, a los múltiples niveles de la metaficción. La pieza elegida fue la pantomima ‘Amor Brujo’, del trascendente compositor español Manuel de Falla, aquí adaptada al flamenco por María Pagès. Apenas con una introducción que nos lanza desde la metaficción del inmenso set de filmación, Saura se adentra en el submundo de los bajos fondos, con un flamenco al natural, de confrontaciones potentes entre el amor y el odio, para poner en el centro a Candela (Cristina Hoyos), en el día de su boda con José (Juan Antonio Jiménez), un pacto de los padres desde la infancia, que arrasa con los anhelos amorosos de Carmelo (Antonio Gades), quien es atravesado por la fatalidad del amor y el destino. Pero el azar trágico, lanza a Candela hacia el abismo de un delirio febril, cubierto por la brujería misma, que convierte al amor supremo de Carmelo en otro fantasma, uno que vive pero está capturado por fuerzas sobrenaturales. 

Saura parte de un entorno agreste, de la desnudez de un barrio tradicional, en la atmósfera de una realidad plena, relacionada de cerca con unas tradiciones inquebrantables, que son capaces de cruzar el umbral de la muerte misma. Esa progresión natural de lo tradicional a lo trascendido, recuerda constantemente ‘Milagro en Milán’ (1951), la oda fantástica al proletariado de Vittorio de Sica, pero aquí con un vehículo diferente al de las ensoñaciones, con una oscuridad permanente, la de una convulsión febril que arrastra a los personajes a través de las tormentas, de las raíces profundas de un designio sagrado, el del pacto amoroso que no se puede romper. Con un diseño de producción siempre funcional, con inmensos velos que expresan con solvencia los cielos que se transforman y sirven de fondo para las imparables evoluciones de los cuerpos que danzan, confrontándose en una disputa entre sí mismos y con una fuerza suprema que les impide encontrarse. Justo entre la concentración del modelo de ‘Bodas de sangre’ y los límites tormentosos de ‘Carmen’, Saura elabora un espectáculo de trascendencia constante, que se conoce bien con la oscuridad, con la noche, que se agita en medio de una auténtica purga de demonios dolorosos. Los fantasmas aquí son los recuerdos. Las presencias que no se pueden extinguir de tan traumáticas que se cortaron. Esa es la imagen que flota por el espacio, que surge de la oscuridad de la noche intensa. La misma que hace que las conciencias se atribulen y el sueño no se pueda conciliar, las que invaden el espíritu y destrozan la vida. Las heridas más difíciles de sanar. En ‘Amor Brujo’, a diferencia de las dos anteriores en la trilogía, el flamenco no se surge como algo desarticulado, sino como parte integral del escenario, de una humanidad que baila flamenco, una sociedad integrada alrededor del canto y el baile, que hace de este arte un vehículo para sus propias curas, para su más extraordinaria catarsis frente a las emociones que le laceran. Desde esa perspectiva, Saura consigue expresar una estructura completa y orgánica que finalmente se puede considerar como un cine flamenco, como un cine expresado también en las vibraciones de la danza y del canto, un arte que finalmente entra en armonía con una cultura completa, con una representación metafísica de la vida a través del arte, de un arte emanado de los encuentros, de las disidencias y de las comunidades fortalecidas en una comunión que sirve siempre para resistir y para salvarse. 


jueves, 23 de febrero de 2023

El flamenco operístico de ‘Carmen’ y la pasión febril de Carlos Saura

En la tradición más hegemónica del arte, probablemente sea la ópera la forma que podría considerarse más sólidamente como un antecedente al menos esencial del cine. Esa inmensa conjunción de talentos, que van desde el drama hasta la música de orquesta, pasando por la actuación e incluso la danza. Con el sustento de esa resonancia, Saura construyó la segunda película de tu “trilogía flamenca”, probablemente la más celebrada de la saga dancística del director aragonés. ‘Carmen’ (1983), es una adaptación del mismo Saura y Antonio Gades (de nuevo el protagonista), de una virtual adaptación de la ópera de Georges Bizet al flamenco. No sobra decir que la ópera misma está inspirada en la novela homónima del escritor parisino Prosper Mérimée. En la ‘Carmen’ de Saura, se cuenta la historia del enamoramiento progresivamente tormentoso de Antonio (Gades) con Carmen (Laura del Sol), una joven bailarina a quien obsesivamente identifica con la protagonista de la obra que está dirigiendo en su puesta en escena. Nuevamente, como en ‘Bodas de Sangre’, Saura crea todo un juego concéntrico que va diluyendo las líneas entre la representación de la obra y la percepción de la realidad en la película. 

Antonio (alter ego del mismo Antonio Gades), revolotea por los salones donde se ensayan todos los fragmentos de una obra colosal, en busca de una mujer que encienda su intuición sobre la protagonista de Carmen. Con la mirada profunda de siempre, clava los ojos desde la distancia en los prospectos, hasta que los fija en Carmen, que es la mismísima Carmen para él, desde el primer momento, y se empeño constante será el de extraer de su interior una sexualidad en su danza que alimente su obra y también su propia vida. La cámara de Saura, respaldada por la fotografía virtuosa de Teo Escamilla, es capaz de hacer esa misma inspección minuciosa, como de animal salvaje, de depredador incisivo, pasando con toda naturalidad de los zapateos multiplicados y la armonía irresistible de los cuerpos que se sacuden en el flamenco, hasta la prolongación interminable e incluso aterradora de las sombras que se ciernen por el espacio en medio de las pausas del silencio. En medio de los múltiples fondos propios de la naturaleza de las adaptaciones sobre las adaptaciones, que ya era característico en ‘Bodas de sangre’, Saura también elabora lo que termina siendo un límite delgado entre las percepciones, en donde la revuelta y atribulada humanidad de Antonio empieza a perder de vista esa frontera, justo como en los delirios. 

En ‘Carmen’, la pasión se hace febril, como el síntoma de un trastorno intenso que parte de la inmersión profunda en las densidades del proceso creativo. Encontrar ese hilo con el pasado, con otra mente y con la representación, con una expresividad precisa, pareciera el punto de ebullición de una agitación imparable, que solamente puede detenerse en la muerte. La contención interminable, como de matrushka, que construyen Saura y Gades, logran poner en relieve el espíritu humano en el fondo de la Carmen que ha cruzado los tiempos en tantas identidades representativas. Desde esa perspectiva extraordinaria, puede abrazarse con muchas más emociones la intensidad reforzada por la pasión y la altivez natural del flamenco, en una disputa constante, una confrontación que poco a poco se va transformando en un ciclón más fuerte, en el que Antonio es arrastrado sin resistencia. Saura no solamente acompaña el drama que se escapa por los límites del drama, sino que lo esculpe y lo pinta con gran intuición, consiguiendo un paisaje comprensible, abarcable incluso en las turbulencias más indómitas que se van haciendo cada vez más de la convulsión el estado natural de las cosas. 


jueves, 16 de febrero de 2023

El flamenco modelo de ‘Bodas de sangre’ y la danza capturada de Carlos Saura


La filmografía de Carlos Saura es un buen referente para recorrer la historia del arte español durante la segunda mitad del siglo XX. Saura impregnó su cine de teatro, literatura, pintura y en esa apertura, también entró la danza. Por supuesto, el flamenco es capaz de expresar de forma extraordinaria las profundidades de la esencia española, con el corazón andaluz como núcleo. Saura se acercó a esa expresión trascendente del arte español y consiguió hilar toda una trilogía en los años ochenta, con el respaldo de la genialidad del bailarín y coreógrafo Antonio Gades, toda una institución y emblema de la cultura en el país ibérico. La primera de las películas de ‘La trilogía flamenca’, de Carlos Saura, fue ‘Bodas de Sangre’ (1981), adaptación fílmica del ballet ‘Crónica del suceso de bodas de sangre’, que a su vez es una adaptación del mismo Antonio Gades a la legendaria tragedia ‘Bodas de Sangre’, de Federico García Lorca. En la mirada fílmica y filtrada por la adaptación de Gades, Saura pule cuidadosamente el modelo de la puesta en escena coreográfica de la obra, con centro en Gades y Cristina Hoyos como soles de todo un sistema solar.

La película cuenta con un prolegómeno que permite insertarse en la trastienda de todo un espectáculo que es capaz de alcanzar la magnanimidad precisamente desde una sencillez siempre majestuosa. Ahí es fácil notar que la naturalidad de los intérpretes es todo un espectáculo intrínseco, que se va a extender de par en par como consecuencia de un espíritu que vive en plenitud en estos artistas. Las miradas, el caminar, la postura, la disposición social frente al otro, ya es parte de la naturaleza de los intérpretes. Esa introducción también cumple un proceso eficiente de identificación que multiplica la intensidad que hacer erupción en el salón del ensayo general que captura la película. Nuestra mirada es sometida a una hipnosis potente que poco a poco diluye los límites del personaje que conocimos al inicio, el de la película, y el que ahora interpreta a un nuevo personaje. Esa multiplicidad de caracteres responde al concepto de la relectura necesaria que implica la adaptación de la adaptación. De que presenciemos el cine sobre la danza y la danza sobre la dramaturgia.

Los planos abiertos tienen preponderancia para captar la potencia de la dinámica propia de la sincronía de unos movimientos dotados de la contundencia y la pasión características de la danza flamenca. Pero Saura también sabe coleccionar los close-up que pueden dar cuenta de la inmersión de los bailarines en sus personajes, de la intensidad de la confrontación en la danza. Con respecto al sonido, no solo se trata de la musicalidad de pies y manos que se agitan contra las superficies y entre sí, sino que además existe un ritmo como una pulsión de sexo y de muerte en simultáneo, de tal forma que todo asciende poco a poco hacia la cúspide del duelo amoroso del drama original de García Lorca. La cámara constantemente flota y revela a las parejas, las ternas, los colectivos de músicos que copan el espacio, que con la presencia y la ausencia son capaces de elaborar el espacio, de transformar la atmósfera que requiere cada instante al construir la escalada de emociones y de intensidades. En ese sentido, la película, como todas las de la “trilogía flamenca” de Saura, resultará todo un modelo en la filmación de la danza en el cine, en la transmisión de las emociones intensas que surgen de lo escénico, de un arte tan vivencial, que le da un papel tan primordial a la presencia.