En la sociedad existen algunos cánones intocables, que suelen ser incuestionables en sus cimientos, y que funcionan como el impulso fundamental de diferentes disciplinas en el pensamiento racional, especialmente en el académico. El culto por la identidad impulsa decididamente muchos de los fundamentos de cualquier sociedad, pues permite construir toda una filosofía en torno al individuo y estructurar una serie de principios que al menos en teoría facilitan la vida en la sociedad. El cine, como vehículo potente de representación, es capaz de cuestionar cualquier tipo de dogma en la normalidad misma. El cine latinoamericano lo ha hecho en incontables ocasiones, como una respuesta normal al inmenso colonialismo con el que ha cargado siempre sobre la espalda. La película argentina ‘El rostro de la medusa’, de la directora Melisa Liebenthal, toca de forma novedosa y concisa el asunto de la identidad, cuestiona el dogma con el vigor propio de un lenguaje cinematográfico ya crecido, fuerte en sus herramientas. Marina (Rocío Stellato), una joven profesora universitaria, despierta un día con un rostro completamente diferente. No se trata de un cambio en sus facciones, como lo sería el síntoma de alguna enfermedad, sino el cambio completo de todo su rostro por otro totalmente nuevo. Marina se enfrenta primero a su propio impacto emocional, pero sobre todo a la pérdida de un rostro que ha representado para ella misma su reconocimiento sistemático en la sociedad. Sin embargo, gradualmente la pérdida empieza a percibirse como un hallazgo, como un descubrimiento que implica una revelación liberadora.
Liebenthal construye un auténtico esquema de las pulsiones extendidas de Marina frente a una circunstancia extraordinaria, en los terrenos mismos de una fantasía en la cual el insecto kafkiano no se queda para siempre como una desgracia, sino que, visto desde auténticos nuevos ojos, excava un nuevo territorio, hace todo un descubrimiento antropológico en el cual la identidad es una atadura, una auténtica prisión como aquella de los animales salvajes en los límites estrictos del zoológico, sometidos a la cómoda manipulación de los humanos. Esa imágenes de gorilas, tigres, pericos, orangutanes y por supuesto medusas, se repiten constantemente mientras están dominadas cruelmente por los antojos rayanos en la vulgaridad de quienes los observan en su magnificencia interminable. El sonido de Lucas Larriera y Marlene Vinacur, con el aporte en la música de Inés Copertino, construye un espacio diverso, un lugar en el que vive solamente la perspectiva de Marina. Las gráficas constantes de la fisionomía propia de los rostros, de los rasgos compartidos en la herencia con los padres, los collages de ojos, narices, orejas, bocas, sin duda aportan a la inquietud incontrolable de quien repentinamente se queda sin máscara para identificarse. Pero entonces, Liebenthal impulsa a su personaje hacia una nueva perspectiva en la que el horizonte se le abre diáfano, solo con dejar de ver en la misma dirección de siempre y mirar hacia el costado o hacia atrás, para encontrarse con la oportunidad tremendamente tentadora de vivir una nueva vida, de renovar las emociones de otros encuentros, de quitarse de encima el sometimiento de su propia identidad. Por lo tanto, la película emerge en dos direcciones que se encuentran en el mismo punto de la identidad. Un camino avanza en el necesario nuevo reconocimiento de cada rasgo, de cada pliegue, de cada gesto, para reconocerse único, singular y por lo tanto valioso, mientras que por el otro camino va en busca de un placer liberador, el de la huida del encasillamiento, el de una nueva vibración, un cartucho nuevo para quemar en las emociones intensas de la vida en su sentido más puro y biológico.
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