No existe en la historia del cine latinoamericano una figura que represente de forma más diáfana la ruptura que el brasileño Glauber Rocha. Emblema definitivo del sustancioso y arraigado Cinema Novo del Brasil, Glauber Rocha consagró su corta vida a la defensa de un cine original de Brasil y Latinoamérica, que respondiera a la realidad constatable en las profundidades de un país que se abatía con la pobreza lacerante y el aire fresco y abundante de la revolución política y social en los albores de la crucial segunda mitad del siglo XX. El corazón de su filmografía es la extraordinaria Trilogía de la Tierra, en donde Rocha condensa la esencia de la cultura brasileña con la proyección diáfana de una visión política y social auténticamente libertaria, que desafiaba los poderes fácticos que asolaban al país más grande de Latinoamérica. La primera película de la saga es Dios y el Diablo en la tierra del sol (1964), una obra indispensable en la historia de la cultura latinoamericana. Cuenta la historia de Manuel (Geraldo del Rey), un campesino que escapa con su esposa Rosa (Yoná Magalhães) tras matar al capataz del campo en el trabaja, para refugiarse con un beato negro conocido como Sebastião (Lidio Silva), quien empieza a alienarlo en un culto de fanatismo febril. El mercenario Antonio Das Mortes (Maurício do Valle) es enviado a arrasar con el beato y sus fieles y Manuel tendrá que escapar de nuevo, ahora con los cangaceiros, liderados por el capitán Corisco (Othon Bastos).
En la extensión del sertón, la amplia extensión desértica del territorio brasileño, Glauber Rocha condensa al pueblo raso en la figura de Manuel, un personaje maleable, listo para conformarse una y mil veces con los poderes fácticos que se ciernen sobre él, primero el poder de los terratenientes, después el poder de los extremistas religiosos y después el de la violencia más vulgar. En la configuración del western, Rocha le otorga a Antonio das Mortes la figura y el aspecto del villano, del mercenario que caza al vaquero para desaparecerlo del territorio, pero la resignificación social lo pone en el papel de un auténtico liberador, de un rompedor de cadenas, el que pone a correr en libertad al pueblo, todo encarnado en la presencia emblemática de Manuel. El ciego Julio (Marrom), como juglar medieval, narra las aventuras sociales del campesino Manuel, como una presencia espectral que comprende la trascendencia de fondo del universo árido en el que el alivio de la libertad siempre es esquivo. Las letanía poéticas, escritas por el mismo Glauber Rocha, con la música de amplia orquestación de Sérgio Ricardo, construyen una atmósfera por momentos apabullante, que se suma al sino trágico de las acciones, a la intensidad de un delirio exorbitante que es el mismo delirio del poder. Con el respaldo de la destreza visual de Waldemar Lima, Rocha cruza con suficiencia de los planos panorámicos a los close-ups y los planos de detalle, que por momento cercena en los bordes del cuadro para entregarnos composiciones que dan espacio para expresar la intensidad emocional en medio de la vastedad interminable del paisaje. El abandono y la melancolía propios del western son adaptados con facilidad no solo por Manuel, sino por toda una colección de rostros verídicos que vierten constantemente en el marco de esta ficción una realidad constatable en cuanto se saca la cabeza por la ventana, aún en los tiempos en los que vivimos. En medio de la ausencia de una estructura social consolidada, Manuel, el pueblo singularizado, solo ve que se abren para él los brazos del fundamentalismo religioso más desquiciado y la violencia furiosa del cangaceiro que lo invita a ser como le dé la gana, a liberar su ser y olvidar para siempre su razón, aunque la muerte esté a la vuelta de la esquina. Pero la liberación definitiva solo le corresponde a él mismo, a lo largo y ancho del sertón o del mar.
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