El mismo año en el que Glauber Rocha estrenó ‘Dios y el Diablo en la tierra del sol’ (1964), en Brasil se instauró la dictadura militar encabezada por Castelo Branco, tras el derrocamiento del presidente socialista João Goulart. En aquella primera entrega de la ‘Trilogía de la Tierra’, Rocha señaló precisamente las amenazas del fundamentalismo religioso y de la violencia furiosa sobre el sertón como representación del extenso territorio brasileño. Tres años después, cuando la dictadura se disfrazó de democracia con la burocracia del Congreso, el bastión del Cinema Novo estrenó ‘Tierra en trance’ (1967), en la cual condensa de forma ecléctica las intensas convulsiones políticas que vivía Brasil mediando la volcánica década de los sesenta. En Eldorado, representación de aquel Brasil, Paulo Martins (Jardel Filho) es un poeta y periodista cercano a los círculos del poder político, primero del ultraconservador Porfirio Díaz (Paulo Autran), homónimo del dictador mexicano decimonónico, y después, tras reconocer el abandono del pueblo, decide apoyar al progresista Felipe Viera ( en su campaña como gobernador de la provincia de Alecrim. Las convulsiones ideológicas y filosóficas de Paulo le llevan a descubrir el choque violento entre los aires dictatoriales y revolucionarios, en gran medida soplando en la misma dirección.
Glauber Rocha profundiza el estilo osado y excitante que empieza a definir su filmografía. Su cámara es vital, intensa, va en busca de la intensidad de los instantes, con personajes en la cima de las ruinas rodeadas de vegetación o en los extensos salones donde se debate el poder. Nuevamente disfrutamos de los diálogos que excavan en la agitación ética de los personajes para encontrar auténticas disertaciones sobre la realidad política del siglo XX en Latinoamérica. Rocha rompe la narrativa convencional, trayendo en el tiempo y el espacio a Buñuel, con visiones de un futuro que se siente como ensoñación, esperando el regreso del tren del tiempo para reactivarse, y también de Eisenstein, con las colecciones de rostros que expresan la identidad profunda del pueblo y la reiteración de instantes que transforman el destino de Paulo y representan la incidencia de los acontecimientos nacionales en la carne y el hueso de los brasileños. La música de Sérgio Ricardo responde a la intensidad del abrumador ejercicio visual de Rocha, ya sea en los terrenos de la festividad de la zamba, en la vivacidad del jazz contemporáneo o en la majestuosidad romántica de las selecciones de Giuseppe Verdi. Las escenas se dividen en extraordinarios planos que aportan una nueva perspectiva que impulsa una nueva mirada sobre cada personajes, mientras recorren la vorágine revolucionaria de las emociones convulsionadas por el devenir político. Simultáneamente, la perspectiva apasionante de la transformación política engendra una embriaguez lúcida llena de erotismo, de un hedonismo que a fin de cuentas toca las cuerdas de la pulsión dictatorial, de la tentación por regodearse en la torre de cristal y traicionar voluntariamente los ideales colectivos. Tras haberse lanzado a la inmensidad del sertón western de ‘Dios y el Diablo en la tierra del sol’ y observar la deriva del pueblo brasilero, tres años después, con la dictadura más explícita de por medio, Glauber Rocha, con un dinamismo desenfrenado y refrescante, consigue expresar el huracán político latinoamericano con la mirada puesta en su propia aldea de Eldorado, con la dificultad aparatosa que siempre ha implicado describir la inestabilidad de una región en la que ha desembocado la historia de todo el mundo. En ese sentido, el aporte histórico a la construcción de la identidad cinematográfica, no solo brasileña sino latinoamericana, es de proporciones tales que se trata de una obra que resuena con sorprendente potencia en los tiempos que vivimos, en donde los hilos de la historia se conectan en las sacudidas intensas de los terremotos que caracterizan la transición de los tiempos.
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