sábado, 29 de mayo de 2021

El teatro incesante de ‘Antonio das Mortes’ y el escenario metafísico de Glauber Rocha













En la explosión vanguardista de los años sesenta, el color en el cine pareció haber nacido de una vez por todas. En Brasil, en aquella década el Cinema Novo estiró las coyunturas y alcanzó una voz espiritual que se refería con autenticidad al alma brasileña. Glauber Rocha, el  prócer del cine latinoamericano, después del western observante de las profundidades brasileñas que fue Dios y el Diablo en la tierra del sol (1964) y el delirio de la trastienda política en ‘Tierra en trance’ (1967), abrazó el color explosivo del cine sesentero para cerrar su Trilogía de la tierra con Antonio das Mortes (1969), en el que trae al frente al mercenario cazador de cangaceiros que liberó al pueblo en la primera entrega de la saga. Ya con las reflexiones trascendentes en la ética de Tierra en trance, Rocha visita el pueblo enclavado en el sertón para amalgamar la disertación ética con la realidad sociocultural del pueblo brasileño. Antonio Das Mortes (Maurício do Valle) es contratado por terratenientes para borrar del territorio a una comunidad de campesinos guiados por Santa Barbara (Rosa María Penna), especialmente a Coirana (Lorival Pariz), un cangaceiro radicalmente más noble que Corisco, el bandolero que mató en el sertón. En esa tarea de mercenario, Antonio se sumerge en el debate intenso de sus principios morales al comprender el fondo de la naturaleza misma de aquella comunidad y compartir los principios de su existencia, mientras subsiste el asesino en busca permanente de víctimas. 

Glauber Rocha planta un escenario extenso en el que se expresa una teatralidad permanente, que era visible en diferentes medidas en las anteriores entregas de la trilogía. De fondo un público real, verídico y documental que son el coro de una tragedia, con todo y su trascendencia de valores supremos. El canto y la danza letárgicos del mantra de la comunidad que se resiste con el gozo colectivo a la pena y el horror que se restriegan contra sus propios cuerpos, con muertos, heridos, hierros filosos de represión pura. Rocha los instala con naturalidad en las plazas del pueblo y en los filos de la montaña en donde solo existen como colectivo. La tormenta ética y emocional que se desata al interior de Antonio das Mortes invita a Rocha a meterse intrépido con la cámara en la agitación tan constante en ‘Tierra en trance’, otra vez en el debate profundo de la transformación intensa de los principios, como en el cataclismo creador de nuevas conciencias. En Antonio das Mortes, el sertón es el Olimpo, el espacio onírico, la sublimación espiritual en la que se encuentran las pasiones y también los traumas, con la santa como guía para las purgas, ejerciendo como chamana de la conciencia social profunda. El delirio del microuniverso de la élite provinciana, comandada por el ciego, desprovista de la fragilidad de su castillo de naipes, devela el rostro desgarrado de su degradación, de su invalidez moral, y entonces el cazador que había sido encargado para atravesar las entrañas comunitarias, ahora es cruzado como el San Miguel de Guido Reni aplastando al demonio, pero aquí un ángel afrobrasileño que atraviesa al terrateniente, con la mirada cómplice y solidaria al mismo tiempo de Antonio Das Mortes, el cazador de cangaceiros redimido que ha abandonado las armas para acompañar al pueblo y emprender el camino con una nueva culpa y tal vez la necesidad perpetua de la redención, atravesando la carretera árida de la pobreza infectada del comercio, reconocible en cualquier país de la región. La década de los sesenta estaba por terminar y se veía un nuevo camino para transitar, para empezar otra vez pero en otro espacio mental, en otra realidad desprovista de agitación pero también de injusticia. La purga emocional, física y espiritual genera convulsiones que pueden ser traumáticas, pero Antonio das Mortes no tiene una vida distinta a la del caminante. 


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