Si hubiera que elegir una película emblemática del Cine de Oro Mexicano en la memoria popular y colectiva de México, tal vez esa sea ‘Nosotros los pobres’ (1948), de Ismael Rodríguez. En la política cultural de un Estado arraigado a la Revolución Mexicana, de la cual fue parte sustancia el Cine de Oro, la obra de Ismael Rodríguez, especialmente aquella fundamentada en la replica del Star System gringo con Pedro Infante a la cabeza, construyó buena parte de una identidad que hoy en día pervive a pesar de su evidente difusión en el extenso pasado de la cultura mexicana. En esa selección cinematográfica, la llamada ‘Trilogía de Pepe el Toro’, gradualmente se convirtió en todo un relato popular sobre la vida en las vecindades de la Ciudad de México, en los márgenes de una ciudad inmensa que crecía sin freno. ‘Nosotros los pobres’, esa maqueta adornada de un mundo feroz que no dudaría en desnudar Luis Buñuel unos años después, es toda una adaptación musical y melodramática de un discurso profundamente socialista desde una mirada cristiana igualmente profunda. Cuenta y describe la vida de Pepe ‘El Toro’(Pedro Infante), un carpintero fornido y sexualizado por las mujeres de ese ecosistema, que se debate entre la supervivencia, las tentaciones carnales, el amor romántico por ‘La Chorreada’ (Blanca Estela Pavón) y la adoración sagrada hacia su madre paralítica (María Gentil Arcos) y la responsabilidad paternal para con su hija ‘Chachita’ (Evita Muñoz). Pero las circunstancias siempre hostiles de la pobreza incisiva, que requiere incluso de la violencia para subsistir, golpearán una y otra vez la resistencia comunitaria de una familia extendida.
Con notables influencias del musical gringo a lo Broadway, Ismael Rodríguez elabora no solamente los números musicales que se repiten, en la jerga de subtextos, en la colonia de hormigas que se instalan en la maquinaria de una pequeña sociedad. Esa influencia también le sirve para trazar las escenas, para la puesta en cámara, en un mundo de puertas abiertas, donde se cruzan todos los umbrales se cruzan como los de la propia casa, llevando y trayendo chismes, favores, alivios, injurias, silbidos, risas, llantos, pequeños trabajos para aguantar la tormenta de la pobreza. Con resignación cristiana, pero con malicia popular, todos se entregan a la vida, desde la cursilería sacrosanta de la moral cristiana hasta los devaneos del diablo que se pasea en coche de lujo por la calle, que emerge de las cantinas o que se contonea en vestido ajustado por el patio y las esquinas. ‘Chachita’ revolotea desde niña en la supervivencia, con su santuario atrás de la carpintería, repleto de estampitas que adornan a su propia madre santa, empotrada en una silla de ruedas. Pepe, ‘El Toro’, se enfrenta al conflicto permanente de sostener su hombría y cargar sobre su tronco musculoso todo el mundo que le rodea y se recarga encima suyo, lanzando martillazos, bofetones, retos de machos y puñetazos para abrirse paso y mantenerse en pie para sostener la miseria mientras todo se derrumba. Todo hace parte de un rejo con varios látigos que azotan a la familia extendida en los vecinos y los cotidianos de ese submundo. Está el látigo de la pobreza, el látigo de la violencia, el látigo de la injusticia y el de la moral cristiana que es para autoflagelarse, para restregarse hasta la mística de la expiación, en el fango, en el castigo por las culpas de sentir las tentaciones, de excederse en los impulsos. Pero todo esto sucede en la armonía irresistible, en la calidez constante del abrazo en la desgracia, en el placer del albur, de la celebración constante, de una cultura popular de comida infaltable, de la compañía, bajo el resguardo de una vida comunitaria resistente hasta que no quede nada más.
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