jueves, 19 de enero de 2023

El amor tradicional de ‘Primavera tardía’ y la inquietud moderna de Yasujiro Ozu



Se le suele considerar a Yasujiro Ozu como “el más japonés de los cineastas japoneses”. Ozu cruzó la primera mitad del siglo XX en medio de la guerra y la afición por la Época de Oro de Hollywood. Arraigado al sake y a su madre, concentró un estilo que jamás volvería a verse en las pantallas de cine. La intimidad, la calidez y la melancolía de los espacios de Ozu trazaron el camino de una síntesis poética que todavía es extraordinaria en la historia del cine. A finales de los años 40, la consolidación de ese estilo se dio de forma especial con ‘Primavera tardía’ (1949), la primera película de la que posteriormente sería la llamada “Trilogía de Noriko”. 

‘Primavera tardía’ describe la relación padre e hija entre Shukichi (Chishû Ryû) y Noriko (Setsuko Hara). Él es un profesor veterano y viudo que vive en una relación de pleno amor fraternal con su hija, pero tiene la intención de que ella se case pronto, como lo marque la tradición, ante la resistencia de ella y aún a costa de enfrentarse al dolor de la soledad. Noriko cuestiona lo que todos consideran “la ley de la vida”, percibiendo que solo se está perturbando un escenario feliz para todos, pero su padre considera que lo correcto es que ella haga su propia vida lejos de él. Esa conversación profunda entre la tradición y la modernidad, con la divergencia intergeneracional característica de Ozu, revela gradualmente el sentir más profundo de los personajes. 

En las composiciones en exteriores de ‘Primavera tardía’, Ozu parece ir expresando cada vez algo más profundo. La cotidianidad parece irse transformando gradualmente en el pasado. La rutina se va transfigurando en un escenario bucólico que solamente alberga memorias tan tristes como poéticas. En los interiores, con la simple decisión de plantar la cámara en el piso y no moverla más, es capaz de crear una inmersión que no tiene la intención de ser un efecto, sino de generar una compenetración con la agitación de las emociones que crece al interior de ese hogar, en el que el tiempo pone en confrontación una armonía que no es confiable, lo cual no puede ser más particular. Shukichi, con la sabiduría ganada a punta de experiencia, pero arraigado en las tradiciones, se presenta como pertubador fraterno de la armonía, con un amor anclado en el conservadurismo de las tradiciones, pero al mismo tiempo coherente con el requerimiento esencial de la independencia de los más jóvenes, con la necesidad imperiosa de que las crías aprendan a caminar, a correr y a volar. Por otra parte, la sonrisa inagotable de Noriko se va detonando a punta de unas circunstancias cada vez más ineludibles y como último acto de respuesta surge la reflexión abierta sobre la necesidad de seguir las tradiciones si estas van en contra de lo más parecido a la felicidad. Pero el dilema entre la tradición y la modernidad es complejo y no está puesto sobre los hombros de un solo personaje. El sacrificio del padre, aún a costa de su condena a la soledad, resguarda un espíritu auténticamente liberal con respecto a su hija, con fundamento en nada más que el amor. La preocupación y el apego de la hija deja entrever también un viso enfermizo, de una posesión de complejo de Electra. En medio de los silencios, las miradas, los silencios, en las pausas y también en las conversaciones, va emergiendo el dolor, al mismo tiempo que se va levantando una complejidad que hace que las palabras sean a fin de cuentas las que menos expresan la verdad del fondo emocional de cada quien. Sin un acercamiento siquiera a las malas intenciones, el dolor habita en medio de las sonrisas resistentes y las mentiras piadosas. 


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