La agitada historia de Taiwán durante la primera mitad del siglo XX siguió siendo todo un caldo de cultivo para que Hou Hsiao-Hsien aportara de forma considerable a la exploración identitaria o al menos del reconocimiento propio de un país que fue marcado por una gran cantidad de influencias históricas, no siempre homogéneas y constantemente autoritarias. Para la segunda película de su ahora memorable “trilogía de la Historia de Taiwán’, Hou eligió a un personaje, el titiritero Li Tien-Lu, un artista trascendental en el arte popular taiwanés, quien en persona relata los acontecimientos de su vida, al mismo tiempo que son representados en la ficción, precisamente en aquel periodo de control japonés sobre Taiwán hasta el final de la Segunda Guerra Mundial. De esta forma, después de la colectividad familiar de ‘Ciudad Doliente’, el cineasta taiwanés concentra esa colectividad en un individuo, en un hombre que atraviesa ese periodo abrazado a su oficio.
Como ya empezaba a hacerse notable en su estilo, Hou Hsiao-Hsien nos hacer observar desde la distancia, en planos largos y abiertos, nuevamente replicando la sensación del viajero en el tiempo, pero la mirada ahora va específicamente por ese personaje que cruza todas las etapas de su vida, de la infancia en una época en la que su pangea propia se está acomodando en medio de los terremotos que lo llevan de aquí para allá, hasta el anciano sobreviviente y verídico, en los terrenos del testimonio documental, que desde el escenario tranquilo de los años noventa reflexiona sobre su pasado, relata su propia historia. En el transcurso, podemos deslumbrarnos con las espectaculares representaciones del teatro de marionetas que se desenvuelve con unas evoluciones conmovedoras de títeres elaborados en la meticulosidad de un oficio heredado, aprendido por siglos y milenios, de generación en generación, en una tradición conservada como si el poeta de la ‘Nostalgia’ de Tarkovsky empeñándose en cruzar la piscina de piedra vacía. En medio del viaje, el dolor es extraordinario, por la muerte inevitable de los avatares de la precariedad, de la pobreza, de la guerra, de la necesidad constante del nomadismo, de las familias que a duras penas pueden mantenerse vivas, como ya se había constatado con Ciudad Doliente. El oficio sirve como referencia para seguir el camino, no solo para el espectador, sino para el personaje, que tiene una auténtica ancla para aferrarse a la vida, para librarse de una tristeza pertinaz. El oficio es el arte y aquí responde a su esencia mística, a su capacidad de convertirse en uno de los recursos de la civilización para explicarse a sí misma, para comprender la existencia, si es posible.
El planteamiento de ‘El maestro de marionetas’ como concepto recoge de cierta forma el documental predispuesto de Flaherty en ‘Nanook el esquimal’, pero abiertamente hace uso de una metaficción que como recurso mismo apela a la poesía, porque hace poesía del testimonio, como si proyectara esa historia relatada con la voz del mismo protagonista para extenderla en una proyección sin duda evocadora de un tiempo que emanaba otra atmósfera, en la que se respiraba otro aire, en la que el mundo era concreto pero también riesgoso, en una época de conformación del suelo mismo sobre el que hasta el día de hoy no acaba de conformarse final y pacíficamente una nación. Es sin duda el ejemplo paradigmático de la relevancia histórica del cine, de cómo es posible poner el espejo gigantesco que permita una perspectiva suficiente para verse con distancia y poder contemplar el esplendor pero al mismo tiempo el horror angustioso del azar en medio de los conflictos.
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