Progresivamente en la “Trilogía de la Historia de Taiwán”, Hou Hsiao-Hsien fue desprendiendo un hilo narrativo a través de los tiempos, para vincular su presente mismo con las convulsiones de la historia taiwanesa, específicamente aquellas que se dieron en torno a la ocupación japonesa. En ‘Ciudad doliente’, la familia disgregada por los terremotos políticos sirve como punto de partida para construir un referente identificable en cualquier época. En ‘El maestro de marionetas’, desde el presente el gran artista que ha sobrevivido a los tiempos turbulentos, que ha mantenido firme su existencia, cuenta la historia para traerla desde esa primera mitad del siglo XX. Finalmente, en ‘Buenos hombres, buenas mujeres’ (1995), Hou Hsiao-Hsien apuesta por los juegos de metaficción, por las duplicidades, por el eje de las mujeres como vía para expresar de qué forma se permean en la sociedad taiwanesa de los años noventa el pasado intenso que ha transcurrido en el siglo XX, especialmente aquel que sacudió los caminos familiares de todos alrededor de la ocupación japonesa y la posterior liberación tras la Segunda Guerra Mundial. Son tres los niveles de la metaficción en ‘Buenos hombres, buenas mujeres’. En el fondo, está la historia de una pareja que regresa a Taiwán después de participar en el movimiento anti-japonés en China, para ser entonces arrestados como comunistas por el gobierno japonés. En el medio está la historia una actriz recibe constantemente faxes anónimos con páginas de su diario robado, mientras rememora a su esposo fallecido unos años antes. Simultáneamente está en los ensayos para participar en una película que se revelará como el último nivel de la metaficción.
A diferencia de las dos anteriores películas de la trilogía, Hou Hsiao-Hsien aquí abandona la distancia y la deja solamente para el pasado, en donde se mantiene observando como el viajero del tiempo. Para el presente, la compenetración hasta la intimidad misma es intensa, hasta la sexualidad, hasta un lugar en el que podemos comprender que el pasado sigue hablando, como le habla a quien recibe los faxes con mensajes del pasado, repercutiendo constantemente en sus emociones. Incluso, en aquel tiempo contemporáneo, cuando se instala en la distancia, el espacio es diferente. La cámara no se posiciona en las habitaciones contiguas ni tampoco en medio de otros objetos o de otros personajes, sino que se confronta directamente con aquellos personajes. Mientras tanto, en el pasado pareciera expresarse la misma tortura que los personajes del presente viven, pero entonces en carne viva. Pero en el presente, ese dolor emerge progresivamente hasta hacerse violento, hasta descarnarse. Esa evolución paralela entre pasado y presente es la que canaliza todo el ritmo de la película, que va creciendo a medida que existe conciencia sobre una situación crítica. En el caso de los taiwaneses presos con una reclusión que se va recrudeciendo a cada instante, que les va dejando ver que el horror los cerca cada vez más, mientras que en el presente, se instala finalmente el duelo, la aceptación de la ausencia, un dolor que ha sido aplazado sistemáticamente, que ha sido negado. En ese vínculo entre esas dos emociones radica la trascendencia de ‘Buenos hombres, buenas mujeres’. Se trata de una mujer que personifica el proceso doloroso de reconocer los horrores cometidos y sufridos para poder encontrar al menos la capacidad suficiente para expresar a través del arte esas señales que pueden ser útiles para que por fin pueda encontrarse la base de una verdad conciliada, de un relato que sirve para aliviar, para recoger los pedazos y construir otro mundo, con todo lo viejo, todo lo nuevo y lo que está por venir.
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