jueves, 15 de junio de 2023

La historia voraz de ‘Ciudad doliente’ y la familia superviviente de Hou Hsiao-Hsien


La guerra ha sido natural y tradicionalmente un escenario dramático. En sus terrenos, el drama crece con fuerza, lleno de ramificaciones, con el vigor propio de una condición humana que se expresa en medio de la pena, de la angustia de una urgencia extraordinaria. Pero la posguerra no ha sido menos fértil. En el drama mismo de la historia, la posguerra, con sus impulsos, necesidades y vacíos, el cine se ha encontrado constante y progresivamente con la vanguardia. En Occidente y, por extensión en el mundo, desde el Neorrealismo Italiano hasta el Nuevo Hollywood, ese mundo en reconstrucción contó con un cine especialmente incisivo sobre la complejidad histórica de la posguerra. En los años ochenta, una Taiwán independientes tras cruzar un camino de espinas, concentró su propia ola cinematográfica, la llamada Nueva Ola Taiwanesa, que retrató de forma excepcional el encuentro de un desarrollo económico acelerado y una historia milenaria, concentrada en un presente vibrante. Hou Hsiao-Hsien, uno de las cineastas más prominentes de esa camada, a finales de aquella década decidió darle el vistazo al pasado intenso de Taiwán, de Taipei, remontándose unas décadas al pasado, precisamente en la posguerra taiwanesa tras la Segunda Guerra Mundial. ‘Ciudad doliente’ (1989) se concentra en una ciudad apenas liberada de la posesión japonesa, por la vía de una familia que apenas puede reencontrarse antes de que las mafias que ocupan los vacíos de poder y la arremetida china desperdigara a los parientes por un escenario crítico. 

En ‘Ciudad doliente’, Hou Hsiao-Hsien se planta como un observador externo, como un viajero del tiempo, desde la distancia, en las habitaciones contiguas, mientras es testigo de una transición frenética de emociones, desde la fraternidad de los encuentros  familiares hasta la mismísima muerte violenta en las narices de los asistentes. Desde esa perspectiva, como un ente que se hiciera presente simplemente en las habitaciones que se repiten, o en los escenarios naturales que apenas miran cómo se sacude el tiempo, podemos comprender la profundidad de una transformación tan profunda que viaja también por la sangre. En ese espacio del caos, del vacío del poder, emergen las intentonas, los asaltos, de un lado y de otro, para estacionarse en el poder, en el control de toda la extensión de la vida. Y en medio, subsisten las palabras, la comunicación amorosa entre seres cercanos, el cuidado de los niños y de los viejos, el amor que parte principalmente del reconocimiento. La tragedia pasa por esos salones también con naturalidad, en la convulsión de un tiempo crítico, y la familia, como núcleo extendido, apenas puede mantener sus piezas juntas, como quien sostiene la estantería en medio de un terremoto intenso. Esa intensidad es tal, que como sucede en el contexto de las crisis, las lesiones pueden ser permanentes o fatales, las heridas pueden ser profundas, pero la búsqueda siempre consiste en mantenerse vivo, en mantenerse en pie y la familia procura cuidar las piezas de los aporreos, de los males, no siempre con éxito siquiera en la supervivencia, pero cuidando el cuórum para volver, para sentarse a la mesa y volver a la reunión, al encuentro reparador de la colectividad, a la comida, a la gracia que está por hacer el bebé. En ese encuentro diverso de la afinidad de sangre, en la satisfacción de haber sobrevivido, a pesar de las huellas de un terror histórico que arrasa con todo, como quien se levanta sonriente de los escombros causados por las diferencias que siempre tienen que ser irreconciliables, a pesar de la bondad, en medio de la guerra, de la mafia, de las revoluciones y de las dictaduras. 


No hay comentarios.:

Publicar un comentario