Después de ‘Paisà’ (1948), ya con toda una distancia suficiente de perspectiva sobre el final de la guerra, Rossellini no solamente se fijó en la humanidad de quienes estaban al otro lado de la frontera, sino que llevó su cine fundacional a Alemania, un país que pasaba angustias y soportaba estigmas comparables a Italia por ese entonces. Las decisiones de Rossellini incluyen el escenario de una Berlín notablemente destruida por las bombas y el idioma alemán como único y principal. Desde esa posición, Rossellini convirtió al neorrealismo en un auténtico modelo, en una observación universal sobre una circunstancia que no solamente era política o temporalmente contextual, sino profundamente humana, que recogía las angustias, los anhelos y la disputa propia de quienes deben mantenerse con vida en medio de una sociedad devastadora. En ‘Alemania: año cero’, Rossellini sigue la ruta de la supervivencia tormentosa de Edmund Köhler (Edmund Moeshcke), quien es lanzado a la calles por una necesidad monstruosa, mientras su padre agoniza, su hermano exsoldado nazi que se oculta del juicio implacable y su hermana sobre quien pesan los riesgos de un mundo amenazante. En la búsqueda urgente, inmediata, de algún bien esencial, de dinero, si se puede de comida, siguiendo a un niño, Rossellini recorre un escenario que es el mundo entero.
Edmund se planta constantemente en una atmósfera tan desoladora como abrumadora, especialmente para él, un niño de doce años. Siempre atento a los llamados, como en un mundo salvaje, corre en cuenta hay una posibilidad, una ilusión, un mínimo olor de esperanza, con otros niños que lo acompañan. Para vender algo, para trabajar en algo, para conseguir algo, una pieza de comida, un par de monedas, algo que alivie la urgencia de las tripas que presionan cada vez con más insistencia. Y cuando Edmund vuelve a su guarida, a la oscuridad de su edificio a medio caer, tiene que cerciorarse de que los pedazos de su corazón, repartidos entre sus familiares más cercanos, sigan con vida, que sigan juntos. Las angustias son diversas en la calle, en el vacío absoluto del poder, en el abandono de aquel mundo derrumbado, con Edmund lanzado a un mar de incertidumbre, en el que los adultos lo acarician en exceso, mientras con observadores miramos con desconfianza, mientras se convierte progresivamente en víctima de la manipulación política, de la agitación de quienes aún luchan por ocupar aquel vacío de poder. Pero Edmund no puede nunca dejar de ser niño, a pesar de tener que ser adulto prematuramente. A pesar de tener que encargarse de que su abuelo no sufra en medio de la enfermedad terminal, o de procurar que su hermano no sea descubierto por la policía que lo llevaría a la pena de muerte. Inevitablemente tiene que recorrer el mundo con la falta de rigor de un niño, con la lúdica de quien simultáneamente está descubriendo, mientras es aplastado por un ritmo que naturalmente no puede soportar. Y así, entre la angustia y la divagación propia de su espíritu infantil, poco a poco va a avanzando hacia el precipicio, hacia la fatalidad. El horror que pesa sobre un niño sin duda habla con profundidad de una esterilidad crítica, de un campo que tiene que ser cultivado de nuevo porque la tierra es árida, porque no existe la posibilidad de pensar en reconstruirse en medio de la supervivencia. Nuevamente, ese es un relato que se puede replicar mil veces, en la Italia de la posguerra, como lo estaban haciendo todos los neorrealistas, o cruzando las fronteras como lo demostró Rossellini, o en todo el mundo, como estaría por difundirse la revolución de toda una veta para construir una historia del cine por fuera de la hegemonía.
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