El cine independiente estadounidense se ha alimentado constantemente de las historias azarosas de una inmensa población de outsiders que se expande por todo el territorio de la Unión Americana. Son millones de ciudadanos, mayoritariamente blancos, que han tenido inmensas dificultades para soportar la presión del american way of life y han tenido que hacer de su vida toda una resistencia frente a un mundo que los oprime, desde lo económico hasta lo cultural. En la generación de los independientes surgidos en la adversidad corporativa del cine en los años ochenta, extendida a los noventa, los hermanos Ethan y Joel Coen tuvieron a una actriz emblemática que les dio brillo a varias de sus películas ahora convertidas en clásicos. Frances McDormand le dio trascendencia a cintas como Raising Arizona (1987) y Fargo (1996), de la asociación de hermanos de Minneapolis. Además de su histórica participación en la obra extendida de representantes destacados de la independencia gringa de la anterior generación, como Alan Parker (Mississippi Burning, 1988) y Robert Altman (Short Cuts, 1993), recientemente, McDormand se llevó su segundo premio Oscar por la intensa Three Billboards Outside Ebbing, Missouri, de Martin McDonagh, y de nuevo su actuación concentra la atención del mundo en Nomadland, de la directora china-estadounidense Chloé Zhao, una de las personalidades notables del cine más emergente dirigido por mujeres, quien ya había destacado por sus notables perspectivas sobre las profundidades y extensiones gringas más trascendentales en Songs My Brother Taught Me (2015) y The Rider (2017). En Nomadland, Zhao nos mete en la furgoneta adaptada como remolque de Fern (McDormand), una viuda madura que carga como caracol su propia casa, con el trauma lacerante de su duelo tangible, integrándose a una comunidad de nómadas posmodernos que también habitan su propio microcosmos móvil, en busca del respaldo de otras soledades tras la purga de sus propias penas.
Los interiores de Nomadland son estas cápsulas personalizadas, repletas de lo básico, en donde se encierran las soledades, en medio de la inmensidad descomunal de las grandes extensiones desérticas, rocosas y extremas de Estados Unidos. Fern es una mujer decidida a enfrentar el temor del encuentro con el otro, de su propia condición de mujer enfrentada a un escenario sumamente agreste, radical, en un fondo siempre melancólico. Con esa decisión refrenada por la conciencia de su propia fragilidad, se mueve en la búsqueda de la cura para sus heridas, de algo que le dé sentido a su propia presencia en el mundo. Zhao nos invita a la reunión de los nómadas, con la inmensidad del escenario natural como fondo para la intimidad solidaria que crece hasta el afecto. La cámara está presente y silenciosa en la privacidad y también en el calor que resguarda de las inclemencias. La fotografía de Joshua James Richard nos expone la interminable gama de colores del sol en el cénit o en el horizonte, desde los blancos deslumbrantes de la luz solar plena o la luz crepuscular que se hace naranja y después azul inevitablemente melancólico. Por otra parte, la música de Ludovico Einaudi, que tiene la virtud de la simplicidad más profunda en un inicio, poco a poco va cayendo en inducción forzosa de las emociones en el espectador, haciendo extrañar los silencios en momentos cumbres. Por supuesto, Frances McDormand, con su rostro de piedra versátil, sostiene en buena medida la cadencia de una película de personaje, que requiere que ella misma sea quien construya un mapa emocional que es paralelo al recorrido que Fern hace por las inmensas extensiones de Nevada y Arizona, adentrándose progresivamente en las derivas casi febriles que le ofrece el encuentro con su propia pena, la del dolor por cuidar a su esposo en la enfermedad derivada en la muerte y la posterior e irreparable ausencia. Chloé Zhao no nos ofrece una tierra prometida. Nos reivindica el camino que se hace al andar, como diría Machado.
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