Después de la perspectiva urbana de ‘El prisionero 13’ (1933) y el entramado político en las haciendas de ‘El compadre Mendoza’ (1934), Fernando de Fuentes cerró su trascendente ‘Trilogía de la Revolución’ con ‘¡Vámonos con Pancho Villa!’ (1936), en donde nos pone a cabalgar con las legendarias filas revolucionarias de Francisco Villa, el mítico ‘Centauro del Norte’, para introducirnos en las entrañas de la vida revolucionaria de los villistas. La película se basa en la novela homónima de Rafael F. Muñoz que narra el alistamiento y posterior aventura de un grupo ficticio de líderes campesinos encabezado por Tiburcio Maya (de nuevo con Antonio R. Frausto), quienes se presentan ante Villa (Domingo Soler) para unirse a sus filas y crear la leyenda de ‘Los leones de San Pablo’, a medida que atraviesan episodios históricos de la travesía revolucionaria histórica de Pancho Villa. En esta carrera de obstáculos que marcó la Revolución, ‘Los leones de San Pablo’ atraviesan el terreno abriéndonos de par en par los recintos en donde viven la fraternidad y la aventura mortal.
Sin duda alguna, y como puede apreciarse desde el primer momento, ‘¡Vámonos con Pancho Villa!’ expone el presupuesto más alto de toda la ‘Trilogía de la Revolución’, con extensas batallas y conglomeraciones de revolucionarios con cinturones de balas cruzados, atiborrando los trenes que los llevaban a la emoción cruda y vibrante de la Revolución, de un movimiento popular que contagiaba en masa. De Fuentes parte de la violencia clasista y esclavista que sembró la semilla de una indignación que se hizo furiosa. Y en medio de esa agitación excitante, entre el pánico de las balas y el regocijo de la fiesta, el director nos invita constantemente al cónclave amistoso del compadrazgo, de la hermandad, de los grupos de hombres con su lealtad bordada del constante reto de gallos de pelea y la confraternidad de los hermanos de sangre. La cábula, la risotada, la lúdica, la violencia y la exhibición de las espuelas de estos gallos revolucionarios nos dan un abrazo apretujado mientras que las aventuras se desenvuelven con un Villa observante de las lealtades, afable y también fundamentalista hasta una crueldad impasible, interpretado con solvencia y sobriedad por Domingo Soler, de la crucial dinastía de los hermanos Soler. El reto técnico que enfrentó De Fuentes no fue menor y representó todo un despliegue a la altura de los que ya empezaban a definir a John Ford al otro lado de la frontera. En medio de esa convulsión social que recorría todo el norte y se desplazaba hacia el centro del país, nos encontramos en la aventura y en el resguardo cálido con ‘Los leones de San Pablo’, mientras disertan sobre la forma en la quieren morir, al calor del fuego o del tequila. Antonio R. Frausto, después del aventurero y jovial Felipe Nieto de ‘El compadre Mendoza’, dibuja otro punto que traza la línea de su carrera actoral, interpretando aquí a Tiburcio Maya, padre y esposo lleno de canas, a quien le brillan los ojos con la figura heroica de Villa, mientras arrastra tras de sí a una manada de salvajes, por momentos como respuesta a ‘La Diligencia’ de Ford, por momentos profecía latina de ‘La pandilla salvaje’ de Peckinpah, hasta la determinación irrefrenable de cumplir con el destino porque “ya es tarea de Dios”, como repiten para entregarse a la voluntad del azar turbulento y devastador que implica cada batalla, entre los cañones, las carabinas y las metrallas. Constantemente, la dignidad, el valor y la lealtad son encumbrados como valores incluso superiores a la vida misma. La existencia desprovista de aquel espíritu pierde entonces el sentido. Sin embargo, Tiburcio se enfrenta irreversiblemente a sí mismo cuando la familia y los amigos son puestos en la mesa del compromiso revolucionario y entonces solo queda recorrer solo y en la oscuridad el camino de regreso caminando sobre las vías del tren.
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