sábado, 20 de marzo de 2021

La cosa siciliana de ‘The Godfather: Part II’ y la voz hereditaria de Francis Ford Coppola


Después de la aclamación de público y taquilla que recibió la primera entrega de ‘The Godfather’ (1972), la continuación de la saga cinematográfica, que Coppola ya tenia en ciernes, recibió naturalmente un interés masivo de cara a su estreno. ‘The Godfather: Part II’ (1974) se convertiría no solamente en la consolidación de la saga con mejor aceptación compartida entre espectadores y expertos, sino en en el banderazo de salida de una generación de cineastas y artistas que cada vez daban más pasos alejándose de la ensoñación de los sesenta. La película toma la estafeta de su antecesora para ponernos nuevamente en el camino del encumbramiento de Michael Corleone (Al Pacino), como nuevo Don de la familia de orígenes sicilianos. En un paralelo con el pasado, en las proximidades de 1920, en la ‘Pequeña Italia’ de Manhattan, el joven Vito Corleone (Al Pacino), prófugo desde niño de la mafia local de su natal Corleone siciliana, abre a punta de agallas, sesos y sangre el territorio que encumbraría su propio emporio.

La violencia lacerante que castiga desde los primeros años al patriarca de los Corleone atraviesa las generaciones para instalarse en la genética misma de sus propios hijos. Desde las hostilidades de la desposesión, Vito recorre ‘Little Italy’ observando con agudeza la puesta en escena que cuenta las historias de la migración y de la herencia italiana, pero también el entramado de la mafia local, de las puntadas del chantaje, de la extorsión y de la muerte. Robert De Niro construye con su propia destreza interpretativa el antecedente de Don Corleone, mientras que Pacino hace lo propio para construir a un nuevo Padrino. Constantemente, Coppola proyecta esa voz hereditaria con unas transiciones que instalan por segundos a Vito y a Michael en la misma pantalla, soportado en la extensión temporal de la luz de Gordon Willis y el portentoso diseño de producción de Dean Tavoularis, lleno de una nostalgia vibrante, desde las cuevas de los gánsteres hasta la extensión transatlántica de la migración, que contempla expectante la promesa de la Estatua de la Libertad. En la nueva era de la mafia, tras el fin de la Prohibición, Michael debe encabezar el posicionamiento de los Corleone en un nuevo mundo en el que se requieren mafias para competir por millones nunca antes vistos, en las apuestas, la extorsión, el contrabando, la política y otros tratos en los que no son expertos. Coppola lo instala en Cuba y lo contrasta con el viejo Hyman Roth (interpretado por el legendario Lee Strasberg, maestro de Pacino y De Niro), sobre quien se instala con la determinación fría y de nervios congelados que poco a poco definen la figura cada vez más endurecida de quien se consideraba sería el menos salpicado de los cinco hermanos Corleone. También se levanta Fredo (encarnado por el inolvidable John Cazale), abatido por su propia condición de enfermizo, de tarado, subestimado con afecto por su propio padre, como el hijo apestado por la estupidez, pero que representa para Michael el reto mayor de su propia ruindad, el último límite por cruzar para encumbrarse en la deshumanización que representa el último hervor de su transformación en su propio padre. En el escenario convulso del inicio de la Revolución Cubana, referente de la generación a la que distingue Coppola, Michael se curte como maestro de marionetas, como la mano que va a definir el futuro del crimen mismo en toda su extensión, para ponerse de frente a los juzgados con la pulcritud cínica de una personalidad cada vez más envenenada por “la cosa siciliana” que atormenta a su propia esposa Kay (con una histórica Diane Keaton). Así también, quienes se cultivaron filosófica y políticamente en las aguas excitantes de la contracultura, empezaban a comprender, mediando los setenta, que cargar la bandera de la sociedad iba a implicar traumas imperecederos

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