sábado, 13 de marzo de 2021

El fuego familiar de ‘The Godfather’ y la parábola estadounidense de Francis Ford Coppola













En el último tercio del siglo XX, después del crepúsculo del Viejo Hollywood y la agitación transformadora de los años sesenta, surgió en Estados Unidos una nueva generación de cineastas, alimentados por aquel legado clásico, pero también en las aguas revolucionarias de la cultura. En los años setenta, Francis Ford Coppola se encumbró como todo un autor que redefinía el cine en su país y en el mundo, que construía la memoria de una generación de jóvenes llena de sueños, memorias y traumas profundos de las guerras, de aquella en la que nacieron y la que les tocó vivir, forjados en el crisol de la torre de Babel gringa. La película que proclamó para el mundo el manifiesto generacional de aquella oleada autoral fue ‘The Godfather’ (1972), la adaptación de Mario Puzo sobre sí mismo, en donde Coppola recaba en su propia genealogía para construir una catedral cinematográfica que alberga el fuego de las familias y las herencias. Nos narra la transición del poder en una antigua familia de la mafia italoamericana, encabezada por el poderoso Don Vito Corleone (Marlon Brando), justo en la llegada de los estupefacientes al mundo de la mafia obligada a la flexibilidad tras el fin de la Ley Seca. En los avatares del sangriento control por el poder, Michael Corleone (Al Pacino), el hijo promesa de Don Vito en la legalidad, héroe de guerra, debe asumir el poder de la familia, a costa de mantener no solo los negocios sino la propia vida, en el esfuerzo por no bajar del tigre para no morir devorados.

En las tinieblas, escuchamos la voz de Bonasera, cuya frente se va iluminando, mientras se declara estadounidense para pedirle justicia expedita a Don Vito, quien agita su mano de deidad para ordenar servirle bebida a su súbdito. En medio de la festividad embriagadora de la boda de su hija, Don Vito atiende sus asuntos, en el corazón del fuego familiar, que igual que acoge, también quema. La mano paternal que acaricia a sus hijos y da indicaciones para matar gente, como la mano de Dios en los frescos de Miguel Ángel, trasladada al vientre transformador del siglo XX y del mundo como lo conocemos. Ese fuego de cocción lenta es preparado por la luz prodigiosa de Gordon Willis, que igual proyecta rostros cadavéricos  como resguarda a los personajes en habitaciones cálidas. La música de Nino Rota, ya imperecedero entonces por su obra con Fellini, habla de una voz que cruza el océano entre continentes y a través de los tiempos, con la gravedad del crimen y el júbilo de la tarantela. También está Brando dándole vida a Corleone, con la prominencia de su mandíbula y de su presencia que todo lo colma, trajeado de esmoquin o distendido con saquito de lana en los jardines de su trono. 

El pequeño Michael (en la carne del entonces también pequeño Pacino) provoca las risotadas de burla y condescendencia de la banda de mafiosos, incluido Sonny (James Caan), su hermano mayor, de figura portentosa y una pasión fogosa y violenta. Coppola va trasladando a Michael al centro de las acciones y de las habitaciones. Michael se va instalando en el trono y su mirada se transforma por la sangre paterna que surge de sus propias profundidades para encaminar sus actos. Pero ‘The Godfather’ es una onda expansiva de círculos concéntricos, como si se arrojara una piedra sobre las aguas que por tanto tiempo se mantuvieron inalterables. No solo es la transmisión de los legados, la consagración hereditaria de los imperios, también es la promulgación del Nuevo Hollywood, el discurso del cine parado sobre las columnas de la propia escritura de su historia. Coppola define su propia cultura anclada a provincia italiana, ahora instalada en la aceleración de Estados Unidos como potencia. Una potencia que ascendía fagocitando la cultura de todo el mundo para construir la suya propia. Con una voz migrante que trascendía los tiempos para reproducirse de nuevo en el aparato evolucionado de un país descomunal. Como en todo proceso histórico, pero comparativamente con la velocidad de la luz y del sonido, el amor fraterno y la muerte criminal sentaban las bases del mundo que apenas cincuenta años después empezamos a percibir con mínima conciencia.  

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