viernes, 27 de abril de 2018

La mirada transformadora de Agnès Varda y JR en la travesía profunda de ‘Rostros y lugares’




El cine de Agnès Varda tiene ya más de sesenta años y diferentes vertientes, todas ellas históricas. Ha desarrollado un cine alternativo, experimental, con una gran influencia en el documental y en lo que antes solía llamarse el video arte. Por supuesto, su condición de mujer siempre se ha visto reflejada en sus películas, siendo ella misma una de las referencias fundamentales en lo que se refiere al cine hecho por mujeres. Por supuesto, su cercanía con la Nouvelle Vague es una de las facetas más importantes de su vida, con vínculos especialmente cercanos con Jacques Demy, que además fue su esposo. Por su parte, JR es uno de los fotógrafos más reconocidos de estos tiempos, destacado especialmente por las impresiones gigantescas de sus fotografías especialmente humanas en espacios usualmente urbanos. Estas dos figuras del pasado y el presente de la memoria visual francesa se han unido para crear un documental emblemático, que sin duda se posiciona desde ya entre las películas más importantes que ha dado la cuna del cine en lo que va de este siglo. ‘Rostros y lugares’ es un documental en el que se genera una simbiosis particular entre estas dos miradas profundas, en un viaje a las profundidades de la provincia francesa, en una road movie documental soñada entre dos personajes característicos, de sexos opuestos y con más de cincuenta años de diferencia. Agnès y JR exploran los paisajes y encuentran a los seres humanos que reflejan el presente y la huella del pasado de un país vibrante, resaltando la particularidad que todos tienen en medio del colectivo, aportando cada uno de estos artistas su experiencia para crear un álbum gigantesco en el terreno que finalmente devela sus propias esencias como seres humanos.

Una de las grandes virtudes de esta película es el montaje. Todo en esta película es montar, en todas las acepciones del término. En general, se trata de ensamblar la obra de dos artistas, después de llevar a cabo una travesía que implica el montaje de fotos gigantescas que le dan rostro a los espacios, porque los lugares tienen significado gracias a quienes los ocupan. Agnès y JR nos abren los ojos, hacen visible lo que está ahí latente y que para nosotros es invisible. Nos exponen la verdad, la esencia de cada historia que van recolectando para luego plantarle una imagen inexpugnable, heroica, con la naturalidad y la belleza de quien siembra una flor, dándole valor a quienes tejen las tramas de la sociedad en medio del vasto campo de la provincia. Como todos los viajes épicos, este también tiene un eco especial en el alma de estos viajeros. Agnès recoge sus propios pasos por estos lugares que recorrió en su ya extensa vida, rememorando lo que han visto sus ojos, en el lugar exacto donde lo vieron y volviendo a percibir la emoción propia de aquel pasado y su nostalgia especialmente adorable, con la comprensión de quien tiene el don de tocar las fibras de los demás. Mientras tanto, la acompaña JR, con su especial combinación de ser único y ser genérico, con su sombrero y sus lentes oscuros, recorriendo el campo junto a su abuela, viéndola con una dignidad apasionante y ejemplar para estos tiempos, sin reparar en su edad, ni en su género, ni en su lugar en la historia del cine, bebiendo de su sabiduría y dándole la naturalidad que ella siempre espera. Así avanzan como dos semidioses flotando por los campos, con su vehículo pintado de cámara, retozando por ahí como animales mitológicos y entregando dicha y asombro a la gente.

‘Rostros y lugares’ es una película para conservar en un buen lugar en cada casa, como quien tiene un botiquín. Es una película para aliviar el alma, para respirar, para sentirse abrazado por una mujer entrañable, pacífica y con la mirada de la verdad, por un hombre inquieto, lúdico y expresivo. ‘Rostros y lugares’ nos abre los ojos justo ahora frente al mundo que aún sigue ahí esperando por nosotros para que lo toquemos, para que tengamos el contacto real y pensemos en nuestro propio lugar en el mundo.

viernes, 20 de abril de 2018

La sinceridad dolorosa de ‘Sin amor’ y la imagen trascendente de Andrey Zvyagintsev

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Una de las películas más importantes en Europa el pasado 2017 fue ‘Sin amor’ (‘Nelyubov’), del ruso Andrey Zvyagintsev, una figura determinante en el siempre prolífico cine de Europa Oriental, especialmente con películas tan destacadas y memorables como ‘El regreso’ (2003), ‘Elena’ (2011) y ‘Leviatán’ (2014). En esta ocasión, Zvyagintsev nos trae en ‘Sin Amor’ la historia de una familia que está hecha pedazos, que está ad portas de la disolución definitiva, con dos padres, Zhenya (Maryana Spivak) y Boris (Aleksey Rozin), quienes ya han emprendido nuevas relaciones con diferentes perspectivas y comparten entre sí un hijo, Aleksey (Matyev Novikov), despreciado al máximo por dos figuras individualistas que exponen sin tapujos sus reticencias frente a su paternidad. La situación se transforma cuando la tragedia toca a la puerta de esta familia al borde del final. Aquí empieza para el espectador un viaje que implica la belleza y la infelicidad de forma simultánea, justo como pasa en la realidad de la experiencia.

Zvyagintsev se vale de una contemplación exquisita del frío entorno moscovita para darnos imágenes de una plasticidad única, trascendente al permitirnos ver la humanidad misma de los personajes en el escenario que habitan. Simultáneamente, podemos tener una muestra representativa de la sociedad rusa actual, a través de esta familia y sus allegados y también por el sonido de los medios que se reproducen como parte del ambiente, contextualizando el momento histórico y político de Rusia, en una atmósfera por momentos gris, que ciertamente rememora ciertos retratos de la Europa comunista, especialmente en los exteriores, en las calles, en los transcursos. Mientras tanto, la poesía se desenvuelve en la privacidad, en la intimidad de estos personajes que fácilmente son despreciables pero que en los momentos de individualidad crean todo un debate para quien observa, haciendo una defensa interesante de su vida, de sus elecciones a partir de sus propios deseos, de sus emociones. Esta intimidad es retratada con una belleza plástica conmovedora, por parte Andrey Zvyagintsev, con una cámara exquisita que recuerda por momentos a Tarkovsky, y una fotografía especialmente atrayente, estilizada y profunda, a cargo de Mikhail Krichman, el fotógrafo de las películas más importantes de Zvyagintsev. No podemos ser ajenos a la notable belleza de estas imágenes y simultáneamente podemos comprender lo que representa la existencia en el mundo, la presencia de estos personajes existiendo intensamente en cada escenario. Adultos que defienden sus deseos, su sensualidad, su carnalidad, confrontados por completo con un niño que observa, que mira con tristeza y duda, abrumado especialmente por la naturaleza en toda su extensión y en todas sus connotaciones.

La carencia de amor ha generado una degradación ineludible, unos dolores arraigados, unos resentimientos agudos. Los personajes están expuestos a un mundo envenenado, en donde luchan con especial furia por su propio placer, por su satisfacción, pagando el precio de la crueldad, de la conciencia misma. Los lastres ineludibles de las razones de social, de un contrato firmado a fuerza, quedan expuestos frente a la tragedia y a la naturaleza humana misma. Surge entonces el dilema entre la persecución de la felicidad y el llamado de la responsabilidad. La tradicional insatisfacción existencial del ser humano parece ser la consecuencia natural de este planteamiento. Al mismo tiempo, la crudeza de los hechos resulta implacable con las expectativas de cada quien. El dolor lacerante se conjuga de forma muy natural con los espacios heterogéneos de esta película. La condena es ineludible. Los vínculos sociales y la condición humana son escenarios de los cuales no se puede escapar.

sábado, 14 de abril de 2018

La memoria imaginativa de Steven Spielberg y la nostalgia futurista de ‘Ready Player One’

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Después de pasar por los premios Óscar con ‘The Post’, Steven Spielberg está de regreso en las salas de cine con su faceta más célebre, la de gigante de los blockbuster. En esta ocasión, ha recogido toda la memoria de una generación para aprovechar las condiciones tecnológicas actuales y hacer realidad una aventura de ciencia ficción y fantasía titulada ‘Ready Player One’, adaptación de la novela homónima de Ernest Cline. Estamos en el 2045 y la distopía invade el mundo, con sobrepoblación, contaminación, reducción de lo social y las personas sumergidas en la virtualidad, específicamente en el Oasis, un mundo paralelo en quien cada quien es lo que quiere ser, sin límites, sin condiciones. Nuestro héroe es Wade Watts (Tye Sheridan), un nerd gigantón y huérfano que en la vida real sufre de bullying por parte de sus horrendos tíos y en el Oasis es todo un héroe. La gran ambición de este universo disfuncional consiste en encontrar en huevo de Pascua que ha dejado Hallyday (Mark Rylance), un genio nerd obsesionado con la cultura pop setentera y ochentera, quien ha amasado una inmensa fortuna y tras morir la ha dejado en herencia para quien encuentre el huevo en su mundo paralelo. El joven Wade debe enfrentarse al mundo corporativo que busca esa fortuna, con el respaldo de sus únicos amigos, los virtuales, Aech (Lena Waithe), Art3mis (Olivia Cooke) y los de origen oriental, frecuentes en el elenco del universo Spielberg.

Esta película solamente pudo haber sido hecha en esta coyuntura de la tecnología cinematográfica. Es el momento oportuno para hablar de la dualidad entre lo real y lo virtual y de paso volver a lanzar una apuesta sobre el futuro, con la escena aterradora de un presente ya distópico. La imaginación por supuesto se desborda en la virtualidad, especialmente vinculada con la memoria, con un compendio impresionante de referencias de la cultura pop de los últimos cuarenta años, especialmente enfocada en los ochenta, donde los blockbuster se desarrollaron, se unieron al post punk y al glam, a las herencias del disco y al auge de los videojuegos. La imagen empezó a tomarse el horizonte y Spielberg fue parte de ello, así que sabe muy bien cuáles son las pulsiones que se requieren. Para el espectador conectado con este mundo, se trata de una experiencia memoriosa por supuesto agradable, de una celebración, en medio de una historia tradicional del héroe que sale del pueblo raso y emprende la aventura mítica, la que formará un nuevo mundo a partir del amor. Como sucede cuando la ciencia ficción se encamina por los caminos originales, la reflexión sobre la sociedad es ineludible, y Spielberg no lo deja de lado, con cierta condescendencia frente a los asuntos que el mundo lamenta en la actualidad y que parecen ser el escenario del cual parte su especulación futurista.

El valor de ‘Ready Player One’ radica de forma especial en su característica particular de ser un compendio de la cultura audiovisual, de las imágenes y sonidos que hemos tenido presentes durante toda la vida, especialmente de este lado del mundo. En cierto punto, las referencias son tantas que la trama pasa a un segundo plano, deja de interesar y a veces se pueden escuchar las risas en el público, probablemente en un momento en el cual no era eso lo esperado. Lo importante radica en que somos parte de este universo, en que es el mundo que nos tocó, la cultura popular que heredamos de forma histórica. Es como si Spielberg hubiera hecho un capítulo de viejos capítulos en la serie de su carrera, con apariciones especiales de otras fuentes, contemporáneas a las suyas. La nostalgia es un sentimiento potente, especialmente acogedor, cálido. La imagen, los símbolos, los recuerdos ya no solamente se remiten a nuestra experiencia directa, a la realidad, sino que también abrevan de la virtualidad, de la televisión, de los videojuegos, del cine, de los cómics, de la radio, del internet. ‘Ready Player One’ conjuga toda esta memoria y la sintetiza en un esfuerzo notable, que hace alarde de nuestro presente tecnológico, pero que tendrá su futuro garantizado en las referencias, no en la obra cinematográfica en sí.

viernes, 6 de abril de 2018

La humanidad desolada de Michael Haneke y el vacío contemporáneo de ‘Happy End’

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Michael Haneke ya puede ser considerado uno de los cineastas más importantes de la historia. Sus películas han sido referentes fundamentales del panorama cinematográfico mundial, especialmente durante en lo que llevamos de este siglo, a pesar de que se trata de un hombre con una carrera de más de cuarenta años y una vida de más de setenta. La más reciente película de Haneke se titula ‘Happy End’, en donde reúne al legendario Jean-Louis Trintignant, quien protagonizó su anterior película, ‘Amour’,  e Isabelle Huppert, quien protagonizó la intensa ‘La profesora de piano’. Ellos están acompañados por un reparto de figuras jóvenes y bien conocidas, complementadas por la joven Fantine Harduin, quien protagoniza en este caso. ‘Happy End’ nos relata la coyuntura particular de la familia Laurent, de clase alta en Calais, Francia, en el contexto de la crisis de refugiados provenientes de África y la propia de la familia con el arribo de Eve (Fantine Harduin), tras la muerte de su madre y la necesaria protección de su distante padre, Thomas (Mathieu Kassovitz), el hijo mayor de la casa. Anne (Isabelle Huppert) se hace cargo de los asuntos de la familia, incluyendo los empresariales de por sí graves y los humanos, especialmente con su propio hijo Pierre (Franz Rogowski). Todo esto gira en torno a Georges (Jean-Louis Trintignant), el patriarca de la familia, anciano, discapacitado, enfermo de demencia y suicida potencial.

Haneke tiene un talento especial para hacer uso de los silencios y los planos generales con el fin de explorar la humanidad misma de sus personajes. Inclusive, consigue generar una espacialidad única, con las miradas, con el sonido, especialmente las voces. Justamente así empieza ‘Happy End’, con la mirada sobre un personaje, además vinculando esa mirada tan propia de estos tiempos, a través de los dispositivos electrónicos, con una distancia que por momentos es cruel y hasta cruenta. Esa distancia resulta casi una metáfora de la distancia de esta familia aristócrata francesa frente a un entorno humano inocultable en la sociedad, con refugiados que se hacen presentes como un fantasma de la historia. Simultáneamente, tres miembros de la familia generan una rebelión que va creciendo gradualmente, con tintes extremos, sin matices, que crece desde las palabras cortas hasta las acciones efectivas. Estos personajes son el anciano, la niña y el joven, quienes se resisten a las cantidades industriales de hipocresía que requieren los adultos de edad mediana para tapar su propia desgracia ante el mundo.

Haneke se toma el tiempo y también se toma el espacio. Nos expone a un drama desnudo, honesto, que podemos reconocer en todas las vicisitudes propias de lo humano, en la confrontación usualmente dolorosa entre lo colectivo y lo individual, entre lo social y lo humano. El suicidio y el asesinato son alternativas aterradoramente verosímiles en un entorno marcado por la notable superficialidad y la elocuente marca de estos tiempos llenos de ligereza. El dolor es insoportable, en todas sus presentaciones, y la muerte está presente ya de una forma tan penosamente circunstancial que la desolación resulta una consecuencia comprensible. Para esta película, Haneke saca casi por completo la música y se aferra a los silencios y los sonidos del ambiente que a veces refuerzan el vacío propio del drama. La comedia hace apariciones fugaces, siempre con un tinte especialmente oscuro que encaja perfectamente en la situación planteada.

‘Happy End’ se siente como el desierto que queda después de las grandes batallas, con una buena cantidad de muertos en el terreno, con el polvo todavía contaminando el aire, con quienes se esfuerzan casi en vano por mantener el ánimo de los sobrevivientes y el silencio sordo, con el aturdimiento de las explosiones. Es como si hubiera terminado el fondo colorido, la sustancia, y nos hubiéramos quedado con el espacio en blanco, con la tierra árida de la tristeza.