viernes, 6 de abril de 2018

La humanidad desolada de Michael Haneke y el vacío contemporáneo de ‘Happy End’

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Michael Haneke ya puede ser considerado uno de los cineastas más importantes de la historia. Sus películas han sido referentes fundamentales del panorama cinematográfico mundial, especialmente durante en lo que llevamos de este siglo, a pesar de que se trata de un hombre con una carrera de más de cuarenta años y una vida de más de setenta. La más reciente película de Haneke se titula ‘Happy End’, en donde reúne al legendario Jean-Louis Trintignant, quien protagonizó su anterior película, ‘Amour’,  e Isabelle Huppert, quien protagonizó la intensa ‘La profesora de piano’. Ellos están acompañados por un reparto de figuras jóvenes y bien conocidas, complementadas por la joven Fantine Harduin, quien protagoniza en este caso. ‘Happy End’ nos relata la coyuntura particular de la familia Laurent, de clase alta en Calais, Francia, en el contexto de la crisis de refugiados provenientes de África y la propia de la familia con el arribo de Eve (Fantine Harduin), tras la muerte de su madre y la necesaria protección de su distante padre, Thomas (Mathieu Kassovitz), el hijo mayor de la casa. Anne (Isabelle Huppert) se hace cargo de los asuntos de la familia, incluyendo los empresariales de por sí graves y los humanos, especialmente con su propio hijo Pierre (Franz Rogowski). Todo esto gira en torno a Georges (Jean-Louis Trintignant), el patriarca de la familia, anciano, discapacitado, enfermo de demencia y suicida potencial.

Haneke tiene un talento especial para hacer uso de los silencios y los planos generales con el fin de explorar la humanidad misma de sus personajes. Inclusive, consigue generar una espacialidad única, con las miradas, con el sonido, especialmente las voces. Justamente así empieza ‘Happy End’, con la mirada sobre un personaje, además vinculando esa mirada tan propia de estos tiempos, a través de los dispositivos electrónicos, con una distancia que por momentos es cruel y hasta cruenta. Esa distancia resulta casi una metáfora de la distancia de esta familia aristócrata francesa frente a un entorno humano inocultable en la sociedad, con refugiados que se hacen presentes como un fantasma de la historia. Simultáneamente, tres miembros de la familia generan una rebelión que va creciendo gradualmente, con tintes extremos, sin matices, que crece desde las palabras cortas hasta las acciones efectivas. Estos personajes son el anciano, la niña y el joven, quienes se resisten a las cantidades industriales de hipocresía que requieren los adultos de edad mediana para tapar su propia desgracia ante el mundo.

Haneke se toma el tiempo y también se toma el espacio. Nos expone a un drama desnudo, honesto, que podemos reconocer en todas las vicisitudes propias de lo humano, en la confrontación usualmente dolorosa entre lo colectivo y lo individual, entre lo social y lo humano. El suicidio y el asesinato son alternativas aterradoramente verosímiles en un entorno marcado por la notable superficialidad y la elocuente marca de estos tiempos llenos de ligereza. El dolor es insoportable, en todas sus presentaciones, y la muerte está presente ya de una forma tan penosamente circunstancial que la desolación resulta una consecuencia comprensible. Para esta película, Haneke saca casi por completo la música y se aferra a los silencios y los sonidos del ambiente que a veces refuerzan el vacío propio del drama. La comedia hace apariciones fugaces, siempre con un tinte especialmente oscuro que encaja perfectamente en la situación planteada.

‘Happy End’ se siente como el desierto que queda después de las grandes batallas, con una buena cantidad de muertos en el terreno, con el polvo todavía contaminando el aire, con quienes se esfuerzan casi en vano por mantener el ánimo de los sobrevivientes y el silencio sordo, con el aturdimiento de las explosiones. Es como si hubiera terminado el fondo colorido, la sustancia, y nos hubiéramos quedado con el espacio en blanco, con la tierra árida de la tristeza.

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