viernes, 20 de abril de 2018

La sinceridad dolorosa de ‘Sin amor’ y la imagen trascendente de Andrey Zvyagintsev

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Una de las películas más importantes en Europa el pasado 2017 fue ‘Sin amor’ (‘Nelyubov’), del ruso Andrey Zvyagintsev, una figura determinante en el siempre prolífico cine de Europa Oriental, especialmente con películas tan destacadas y memorables como ‘El regreso’ (2003), ‘Elena’ (2011) y ‘Leviatán’ (2014). En esta ocasión, Zvyagintsev nos trae en ‘Sin Amor’ la historia de una familia que está hecha pedazos, que está ad portas de la disolución definitiva, con dos padres, Zhenya (Maryana Spivak) y Boris (Aleksey Rozin), quienes ya han emprendido nuevas relaciones con diferentes perspectivas y comparten entre sí un hijo, Aleksey (Matyev Novikov), despreciado al máximo por dos figuras individualistas que exponen sin tapujos sus reticencias frente a su paternidad. La situación se transforma cuando la tragedia toca a la puerta de esta familia al borde del final. Aquí empieza para el espectador un viaje que implica la belleza y la infelicidad de forma simultánea, justo como pasa en la realidad de la experiencia.

Zvyagintsev se vale de una contemplación exquisita del frío entorno moscovita para darnos imágenes de una plasticidad única, trascendente al permitirnos ver la humanidad misma de los personajes en el escenario que habitan. Simultáneamente, podemos tener una muestra representativa de la sociedad rusa actual, a través de esta familia y sus allegados y también por el sonido de los medios que se reproducen como parte del ambiente, contextualizando el momento histórico y político de Rusia, en una atmósfera por momentos gris, que ciertamente rememora ciertos retratos de la Europa comunista, especialmente en los exteriores, en las calles, en los transcursos. Mientras tanto, la poesía se desenvuelve en la privacidad, en la intimidad de estos personajes que fácilmente son despreciables pero que en los momentos de individualidad crean todo un debate para quien observa, haciendo una defensa interesante de su vida, de sus elecciones a partir de sus propios deseos, de sus emociones. Esta intimidad es retratada con una belleza plástica conmovedora, por parte Andrey Zvyagintsev, con una cámara exquisita que recuerda por momentos a Tarkovsky, y una fotografía especialmente atrayente, estilizada y profunda, a cargo de Mikhail Krichman, el fotógrafo de las películas más importantes de Zvyagintsev. No podemos ser ajenos a la notable belleza de estas imágenes y simultáneamente podemos comprender lo que representa la existencia en el mundo, la presencia de estos personajes existiendo intensamente en cada escenario. Adultos que defienden sus deseos, su sensualidad, su carnalidad, confrontados por completo con un niño que observa, que mira con tristeza y duda, abrumado especialmente por la naturaleza en toda su extensión y en todas sus connotaciones.

La carencia de amor ha generado una degradación ineludible, unos dolores arraigados, unos resentimientos agudos. Los personajes están expuestos a un mundo envenenado, en donde luchan con especial furia por su propio placer, por su satisfacción, pagando el precio de la crueldad, de la conciencia misma. Los lastres ineludibles de las razones de social, de un contrato firmado a fuerza, quedan expuestos frente a la tragedia y a la naturaleza humana misma. Surge entonces el dilema entre la persecución de la felicidad y el llamado de la responsabilidad. La tradicional insatisfacción existencial del ser humano parece ser la consecuencia natural de este planteamiento. Al mismo tiempo, la crudeza de los hechos resulta implacable con las expectativas de cada quien. El dolor lacerante se conjuga de forma muy natural con los espacios heterogéneos de esta película. La condena es ineludible. Los vínculos sociales y la condición humana son escenarios de los cuales no se puede escapar.

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