jueves, 27 de febrero de 2025

La memoria profunda de ‘El botón de nácar’ y la geografía metafísica de Patricio Guzmán


Cinco años fueron necesarios para que pudiera ser una realidad la segunda película de la trilogía de Patricio Guzmán sobre la geografía y la memoria. La tremenda envergadura de ‘Nostalgia de la luz’ (2010) dejó en claro que una nueva película sobre un concepto tan extensamente transversal requeriría de una dedicación especial, sobre todo para conseguir una obra de la medida considerablemente elevada de la primera pieza de la trilogía. En ‘El botón de nácar’ (2015), Guzmán desciende por la Cordillera de los Andes desde el excepcional Desierto de Atacama hasta el extraordinario archipiélago sobre la Patagonia chilena, sobre el vehículo de una mirada nuevamente trascendente que parte de la historia misma del realizador y se extiende a una inmensidad que pareciera inabarcable pero que Guzmán es capaz de cohesionar con una destreza única. Sobre ese terreno nuevamente abrumador, el histórico cineasta chileno se encuentra con otro espacio atravesado especialmente por el tiempo, por la memoria profunda de sus pueblos prehispánicos y de la sádica dictadura militar que devastó la esencia de Chile como país por dieciséis años. Sucede algo que fácilmente podría ser impensado: en otro espacio excepcional en el mundo, también en el particular mapa del país austral, se concentra la esencia incluso mística de un alma colectiva, que está cruzada tanto por la magia fundacional como por el horror más sistemático. 

La ubicuidad del concepto mismo de la trilogía de Guzmán en otro punto de la geografía chilena consigue simultáneamente proyectar un discurso integral tanto local como universal. Con respecto a Chile y con respecto al mundo. En este caso, Guzmán no solamente recurre a la mirada científica y comparte la mirada artística, con otros pensadores desde el arte como el poeta Raúl Zurita y también el escritor (e historiador) Gabriel Salazar Vergara y toma una dirección en la que poco a poco va tocando historias que se cruzan esencialmente, desde la del indígena llamado Jimmy Button, desarraigado desde la estafa por los colonizadores europeos, hasta Marta Ugarte, una de las personas torturadas, asesinadas y lanzadas al océano por la dictadura. Es como encontrar estrellas especiales en constelaciones inmensas, hasta el detalle profundo del botón de nácar hallado en el nuevo ecosistema de una de aquellas vigas atadas a los cuerpos como peso en el océano, como prueba extendida de una vida consistente, y que mágicamente se conecta con el botón que se utilizó para robarle la tierra entera a Jimmy Button. Y además, en otro hilo entre el pasado y el presente, encuentra a los sobrevivientes de aquel pueblo originario fundamentalmente exterminado, como si se tratara de un hallazgo arqueológico todavía con vida, y en las resonancias de sus voces, de su lengua, es capaz de generar la conciencia de la trascendencia de una lengua sobreviviente, desde su propio vocabulario hasta la resonancia profunda de la sonoridad de sus fonemas. En esa articulación en la que deriva una esencia que parece la misma de todo el espacio e incluso la misma que ya había recogido en Atacama. También se puede contemplar la unidad misma del horror y la belleza, esta vez con un relato que tiene la nobleza suficiente para reconocer que no termina de escribirse nunca, que se escribe desde que empezaron los tiempos y que no se terminará nunca, que ese relato se puede escribir sobre la página de extensiones inimaginables o sobre la singularidad de un solo rostro o de un solo objeto que se convierte en toda una nueva piedra fundacional, que es testimonio inmortal de la vida antes de esta vida o de una muerte que nunca cicatriza pero que se aferra a una memoria superior a la humana. 

jueves, 20 de febrero de 2025

La memoria infinita de ‘Nostalgia de la luz’ y la geografía conmocionada de Patricio Guzmán

La historia de Chile ha resultado ser esencial para la comprensión de América Latina desde hace más de cincuenta años. En el cine, toda una generación surgida de la adversidad aterradora de una dictadura sangrienta ha entregado a varios de los más notables autores del cine latinoamericano durante décadas. Con respecto a la generación que tuvo que soportar los horrores de aquellas circunstancias políticas en diversos frentes, se destacan auténticos artistas de gran influencia en su país, en el resto de Latinoamérica, entre los cuales cabe mencionar a Raúl Ruiz y Valeria Sarmiento, con un cine absolutamente subversivo y experimental con respecto a las posibilidades del cine; Alejandro Jodorowsky en la extensión del cine hasta los confines mismos de la literatura, las artes plásticas y las artes escénicas; Miguel Littín y Patricio Guzmán, decididamente en el terreno de un cine político vigoroso y transversal con respecto a la cultura misma de Chile. En el caso específico de Patricio Guzmán, desde ‘La Batalla de Chile’, su descomunal documental en los intestinos mismos del golpe de Estado del 11 de septiembre de 1973 en Santiago (que cobró la muerte y la desaparición misma de parte de los involucrados en la película), se convirtió en uno de los documentalistas esenciales en la historia del cine moderno. Justo en el inicio de la década anterior. Guzmán lanzó con ‘Nostalgia de la luz’ (2010) otra trilogía en la que explora incluso espiritualmente el extraordinario territorio de Chile para vincularlo con una memoria de auténtica resistencia y fundamental para la comprensión de las heridas profundas de todo un pueblo que abarca a toda la región. En la primera pieza de esta trilogía, Guzmán se concentra en el excepcional Desierto de Atacama, en donde se explora el pasado mirando arriba y mirando abajo. Hacia arriba el infinito del espacio, en el lugar específico donde la observación astronómica es inigualablemente idónea, y hacia abajo en el particular terreno de la zona, en donde yacen esparcidos en aquella inmensidad los restos incluso diminutos de de muchos desaparecidos de la dictadura militar. Sobre esa constelación tejida por el tiempo entre cielo y tierra, Guzmán atraviesa con su cine una reflexión tan precisa y necesaria como insondable. 

‘Nostalgia de la luz’ conecta con suma naturalidad relatos astronómicos esencialmente inasibles con la particularidad de las historias que le dan puntualidad a ese inmenso mapa espacial que se establece en la película. Es todo un firmamento lleno de historias que están profundamente interconectadas en una esencialidad que resulta sorprendente. Los personajes, tanto en las palabras como en las acciones rememoran constantemente y crean un nuevo espacio en el que se crean nuevas imágenes: aquellas que surgen de la imaginación misma frente a aquellas descripciones extensas. El punto de encuentro fundamental es la memoria, que se concentra muy especialmente en esta geografía atravesada en todos los tiempos por marcas que fundamentalmente las definen. Guzmán consigue tejer con el fundamento de la memoria, de una reflexión profunda sobre el pasado, apelando incluso a su propia voz que tiene la capacidad de dotar de una intimidad única la aproximación a todo lo que propone la película. Constantemente, la película pasa de las imágenes de tamaño incalculable, las de las constelaciones mismas, hasta lo que apenas cabe en las palmas de la mano, de los dibujos imborrables en las paredes y en las rocas. Finalmente, la conexión gigantesca que elabora Guzmán se convierte en un abrazo extenso que reconforta desde la conciencia sobre la existencia, sobre el tiempo y la mortalidad misma. En ese momento, se ha culminado un tejido tan hermoso que resplandece; que parece iluminar un espacio oscuro de la existencia misma. 

jueves, 13 de febrero de 2025

La posguerra infernal de ‘La chica de la aguja’ y la mujer superviviente por Magnus von Horn

Desde muy temprano en los albores mismos del cine, desde la Península Escandinava emergió siempre una obra incisiva y profunda alimentada por una filosofía que siempre tuvo el respaldo de toda una tradición cultural, que por ejemplo tenía raíces profundas en el teatro. En el panorama de la cinematografía escandinava, el cine sueco siempre ha ocupado un lugar estelar, en comunicación constante y de dos vías con sus vecinos escandinavos y con el resto de Europa. Magnus von Horn es uno de los más relevantes cineastas suecos en la actualidad, siempre con guiones impecables que diseccionan críticamente la modernidad, como en ‘El aquí después’ (2016) y ‘Sudor’ (2020), siempre en la contención desgarradora de lo existencialista. Pero ha sido hasta su más reciente película, ‘La chica de la aguja’ (2024), con la cual Magnus von Horn se ha instalado en la palestra del cine mundial, con reconocimiento extendido en los festivales y premios del mundo. ‘La chica de la aguja’ (2014) cuenta la violenta aventura de supervivencia pura de Karoline (Vic Carmene Sonne), una costurera que a duras penas puede mantenerse en pie en el mundo arrasado de la inmediata posguerra de la Primera Guerra Mundial. Karoline apenas conserva un techo y no puede refugiarse en nadie mínimamente, hasta que a la deriva parece encontrar una vida consistente en compañía de Dagmar (Trine Dyrlhom), con quien pareciera afiliarse a una actividad de auténtica caridad. Sin embargo, pronto se encuentra con el horror más siniestro, trascendido por la devastación mental más radical. 

Magnus von Horn alimenta gradualmente un horror que termina por representar todo un contexto histórico en el cual las mujeres están atravesadas por una violencia sistemática desde lo más físico hasta lo más psicológico. Algo que ya había estructurado el imprescindible Carl Dreyer inicialmente en ‘La pasión de Juana de Arco’ (1928), pero mucho más consistentemente en su propio ‘Dies Irae’ (1943), en donde las estigmatizadas como brujas trascienden en su legítima maledicencia en verdaderas brujas. Rainer Werner Fassbinder también había reparado varias veces en las mujeres que habían quedado desahuciadas frente al panorama crítico de la posguerra en Alemania, específicamente en ‘El matrimonio de María Braun’ (1979) y ‘La ansiedad de Veronika Voss’ (1982), en donde en circunstancias distintas pero críticas, dos mujeres quedan expuestas a los avatares más extremos de la supervivencia. En ‘La chica de la aguja’, Karoline se enfrenta a una deriva que la empuja constantemente al abismo y demanda de ella una respuesta inmediata, cuando la muerte le respira en la nuca. También en Alemania, antes que Fassbinder, Alexander Kluge había tocado paralelamente ese asunto en su clásica ‘Una mujer sin historia’ (1965), en donde el fundacional director alemán sigue la vida errante de otra superviviente que cruza la Cortina de Hierro en el cruce del Este al Oeste en Alemania. Margarethe von Trotta, la más destacada presencia femenina en el Nuevo Cine Alemán, con sus célebres biografías y retratos feministas, era también capaz, como Dreyer, de pintar todo un escenario histórico proyectado en el caminar mismo de sus protagonistas. 

Con una estética nada distante de aquella todavía fresca del polaco Pavel Pawlikowski en ‘Ida’ (2013) y ‘Guerra Fría’ (2018), Magnus von Horn apuesta decididamente en ciertos nudos esenciales a una mirada cruda, aterradora y casi mística que recuerda a Lars von Trier en toda una serie diversa y transgeneracional de tragedias melodramáticas y melodramas trágicos. ‘La chica de la aguja’ sabe pulsar con suficiente empatía lo cual es esencial si se parte de una mirada masculina, como siempre lo demostró Claude Chabrol, por ejemplo en ‘Asunto de mujeres’ (1988) y ‘La ceremonia’ (1995), también en la circunstancia violenta de un patriarcado devastador y perturbador. En cuanto a lo formal, la música de Frederikke Hoffmeier trae a la mente las elecciones atmosféricas de Jonathan Glazer para sus películas y finalmente, en el fango del desprecio y la ignominia, siempre se renuevan la sensación de ‘El hombre elefante’ (1980), de David Lynch. 

Probablemente, la película de von Horn no culmina del todo la inserción precisa del bisturí para ir aún más al fondo de una reflexión especialmente pertinente en este momento, pero la película no puede estar sostenida en pilares más contundentes.  


jueves, 6 de febrero de 2025

El Oz popular de ‘Su Majestad, el espantapájaros de Oz’ y la travesía contracorriente de J. Farrell MacDonald


En la intensa velocidad de una de las primeras trilogías de la historia del cine, la trilogía de Oz, de la fugaz The Oz Film Company, con el mismísimo creador del mundo de Oz a la cabeza, L. Frank Baum, y la dirección de J. Farrell MacDonald, llegaría a su fin con ‘Su Majestad, el espantapájaros de Oz’ (1914), que extiende el espectro de todo un universo que dejaba entrever las posibilidades de toda una veta no solo creativa sino industrial. En ‘Su Majestad, el espantapájaros de Oz’, se relata el conflicto entre las intenciones del Rey Krewl (Raymond Russell), quien quiere casar a su hija, la Princesa Gloria (Vivian Reed) con un anciano de la corte, Googly – Goo (Arthur Smollett), pero Gloria está enamorada de Pon (Todd Wright), hijo de un jardinero. El Rey Krewl decide acudir a la bruja Old Mombi (Mai Wells) para que congele el corazón de Gloria. Así empieza una travesía contracorriente de fondo, desde una colectividad explícita, para conseguir revertir el maleficio de Mombi. En ese camino, Gloria y Pon, como pareja fundacional, reunirán a toda una congregación surgida muy especialmente desde las bases de una sociedad de clases diferenciadas, en un mundo de extrema desigualdad entre monarquía y pueblo raso. 

La trilogía traza una evolución acelerada, tanto en los tiempos como en los espacios mismos. La narrativa rápidamente se instala a saltos agigantados en un ritmo mucho más eficiente, que se detiene rápidamente en los puntos precisos en los cuales la trama avanza decididamente. Con la columna vertebral de una premisa mejor construida que en las obras anteriores, pronto se pueden adherir una serie de personajes que buscan directamente crear recordación, ser emblemáticos, tanto así que se convertirían en los personajes emblemáticos que en poco tiempo se convertirían en auténticos símbolos en la historia del cine de fantasía. Por otra parte, a diferencia de ‘La capa mágica de Oz’, esta película regresa a una convención de los planos fijos similar a la de ‘La muñeca de trapo de Oz’, con una perspectiva más plana y menos sugerente en la narrativa interna, pero compensada por la agilidad notable con respecto a las dos películas antecesoras. En esta película, probablemente esta decisión de composición está derivada de un discurso mucho más directamente alineada con la convergencia extendida e igualitaria en la conformación de una resistencia en la que incluso los animales y los humanoides están alineados con los humanos mismos, entre los cuales se cuenta muy particularmente una Princesa, que desciende desde su castillo a la integración misma, plenamente reivindicativa frente a esas causas populares. La película también resulta de vanguardia en el discurso frente a su mismo padre, frente a un poder eminentemente patriarcal y que recurre a una fuerza oscura contra su propia hija. Seguramente desde una derivación mitológica frecuente en la ficción occidental. Aquí se llega muy cerca de otro ritmo, de una frecuencia que estaba cerca de la alimentación real de una narrativa innovadora para aquellos años todavía muy jóvenes del cine. 

Lamentablemente, la trilogía de Oz, de The Oz Film Company, fue apenas en términos prácticos la producción muy breve de una obra profundamente experimental que derivó en el fracaso industrial, cuyos resultados positivos solamente han sido descubiertos y valorados con el paso del tiempo, en el terreno del cine de culto del género fantástico y también en el estudio específico y progresivo del cine. Se trata de una trilogía que sentó un precedente fundamental como referencia para construir sobre esa base en un análisis definitivo para la construcción de una perspectiva cinematográfica que, aunque no en los terrenos de esta breve casa productora, se convirtió en uno de los primeros pasos hacia la consolidación de un proceso histórico y cultural a través del cine.