En los albores de los años noventa, justo cuando la Guerra Fría se había evaporado, Haneke dio el segundo paso en el terreno en su tratado de la ausencia profunda y colectiva del sinsentido con respecto a la vida, su llamada “trilogía de la glaciación”, para entregar la segunda película con ‘El video de Benny’ (1992), en instante preciso de aquella contemporaneidad en el cual el mundo se había decidido y convencido por el capitalismo salvaje y en los medios se multiplicaba la multimedia sobre la locomotora imparable de esa nueva Revolución Industrial que se erigía sobre el video. Haneke apuntaba sobre la deshumanización crítica de una sociedad global en la cual la enajenación terminaba por romper los límites mínimos de la misma sanidad mental. En ‘El video de Benny’, nos introducimos a la tenebrosa intimidad de Benny (Arno Frisch), un adolescente obsesionado con el equipo de video que le regalan sus padres, que transforma sin discernimiento toda la realidad en la imagen empastelada del video análogo, en la soledad sistemática de la ausencia de unos padres enfocados en el individualismo propio de unos tiempos confusos. Cuando sus acciones embotadas en la observación del video derivan en un juego criminal, trágico y devastador, emergen desde las profundidades de aquella atmósfera tenebrosa los fantasmas de una locura alienada que ha extraviado la conciencia misma y en el congelamiento del terror más sobrecogedor, abraza también a sus padres, quienes se vuelven cómplices autómatas y automáticos de lo más sádico en la ilusión delirante de apenas seguir con vida en la sociedad.
Haneke repara en el demente, en el psicópata, en el monstruo, y aquí lo criogeniza en las el inmenso lago congelado de la alienación audiovisual, del resquebrajamiento trágico de la línea divisoria entre la realidad y la representación. La disolución de la conciencia más básica, en la homologación vacía de un extenso abismo en el que cabe todo, hasta la vida misma de los demás. La actuación de Arno Frisch, y muy seguramente la dirección actoral del mismo Haneke, resultan el pilar fundamental que sostiene una película intensa en la contención, en la mirada perdida, en el embotamiento, en los ojos vidriosos, en mente abrumada, en la obnubilación. El tremendo sobrecogimiento del terror al enfrentarse a unos hechos horrorosos. En esas largas pausas en las que hace falta detenerse a tomar conciencia de estar aceptando convertirse en un criminal, como si tomar esa conciencia de alguna forma librara a los implicados de la locura y lavara así en la sociedad su imagen. Como si se tratara solo de limpiar una mancha descomunal en el tapete. Haneke prevé con agudeza el vencimiento de las ideologías en supeditación al mercado, a la multiplicación de las imágenes que recalan en la mirada desprovista de sorpresas de millones de nuevas generaciones sin anclaje de proceso humano alguno, con una deshumanización congénita.
En este enfoque de ‘El video de Benny’ tan específico en la degradación de lo masivo en donde se ahogan los matices y la consideración por la humanidad del otro, el componente mediático es una novedad que asombra por su resonancia en el presente. El retrato extendido del psicópata es incluso tradicional en el cine. De aquel sociópata que da zarpazos desde su encierro muchas veces causado en la marginación. Pero la observación específica en la capacidad del audiovisual como vehículo de insensibilidad es de una precisión histórica que pareciera anunciar el advenimiento de toda una fase depresiva en un mundo pensado como un inmenso individuo que está colonizado mentalmente por un modelo arbitrario en la misma medida de cualquier totalitarismo.
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