Después de haberle dado inicio a su filmografía con ‘Generación’ (1955), la primera película de su trilogía de la guerra, Andrzej Wajda realizaría la película que lo haría convertirse en un elemento especialmente relevante en la construcción del cine mundial que se extendía por toda Europa y por todo el mundo. Con ‘La patrulla de la muerte’ (1957), Wajda dio el segundo paso de su trilogía de la guerra, manteniéndose en las catacumbas excitantes de ‘Generación’, pero ahora en las de las coladeras, mientras que las aguas negras se transformaban, como una metáfora terrible, en el camino de la huida frente al horror nazi. Cuenta fundamentalmente la escapada de una célula de resistencia antinazi en Polonia, comandada por el Teniente Zadra (Wienczyslaw Glinski), quien lleva consigo toda una infraestructura de convicciones y pasiones. Atravesar las alcantarillas de Varsovia para escapar de la sevicia de los nazis constituye así una de las épicas construidas sobre la cima misma de la metáfora más incisiva, aquella que se mezcla naturalmente con la ironía más tristemente paradójica.
En ‘La patrulla de la muerte’, Wajda continúa con la exploración estilística de ‘Generación’, sobre las composiciones de Lang, especialmente aquellas esencialmente inquisidoras de ‘M’ (1931), pero aquí transformadas en pasiones diferentes, aquellas propias de la guerra, de una intensidad profundamente demente, con una extraordinaria pasión que está vinculada de cerca con el riesgo mortal, con la sensación del monstruo que respira en la nuca. Desde el deseo sexual hasta el frenesí de la confrontación en el campo de batalla, el grupo atraviesa los fondos más rastreros de la guerra, hasta los ductos por donde los ríos de mierda les cubren a todos al menos hasta la cintura y terminan siendo más seguros y vitales que el exterior, en donde los nazis esperan para aniquilar cualquier tipo de esfuerzo rebelde como lo es el de esta cuadrilla de auténticos animales humanos. La guerra que pinta Wajda desde ese mundo subterráneo es una experiencia humana en el sentido más extenso de la palabra, con los miedos, los instintos, los gritos, los desgarros, las risas estertóreas y en general las convulsiones propias de las emociones vitales, de aquellas que surgen de esa naturaleza biológica propia del sometimiento a las circunstancias más extremas. De tal forma, cuando los personajes emergen al exterior, están perdidos, tanto extraviados como condenados, porque solo están protegidos en lo subterráneo, en las cañerías, en medio de la mierda benigna y salvadora, aquella que pareciera que nunca debieron abandonar hasta que la otra mierda, la del exterior, hubiera despejado el terreno. Wajda se alimenta no solo de Fritz Lang, sino también de las viejas cantinas de Europa del Este, aquellas de las ebriedades del mismísimo Dostoievski o también de las oscuridades polvosas de las mazmorras alemanas del Expresionismo Alemán, a veces incluso públicas, en las paredes frías del ‘Nosferatu’ de Murnau o las aplastantes paredes del manicomio de ‘El gabinete del Dr. Caligari’ de Wiene, pero iluminados por la luz de una generación de jóvenes que estaban en el deseo y la necesidad de tomar las riendas del mundo para rehacerlo después de la inmensa hecatombe de la Segunda Guerra Mundial. Wajda construía todo un fresco evidente de los que estarían por cambiar el mundo y, desde los fondos del subsuelo, veían con esperanza el halo de luz que se podía colar precisamente en las alcantarillas, desde ese punto rastrero desde el cual era necesario emerger, con una esperanza extraña, como de quien ha sobrevivido a una masacre extendida que apenas ha fallado en acabar con todo lo que podía quedar en pie.
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