jueves, 7 de septiembre de 2023

La guerra por los restos de ‘Cenizas y diamantes’ y la perspectiva de la posguerra de Andrzej Wajda

Para culminar su trilogía de la guerra, Andrzej Wajda entregó una de las películas más destacadas de su extensa filmografía, todavía con mucho por delante. ‘Cenizas y diamantes’ (1958) constituyó sin duda alguna la obra que puso al director polaco en la plataforma de lanzamiento de la contracultura que estaba por explotar en Europa y en el mundo. Tan directamente como pocos cineastas en la Europa de posguerra, mediando el siglo XX, Wajda trazó con su trilogía toda una gesta generacional en la que los jóvenes cruzaron decididamente el infierno de las circunstancias propias de la guerra, hasta observar apenas en el horizonte la ilusión contracultural del amor, de una sociedad en la que la fraternidad fuera la regla. En ‘Cenizas y Diamantes’, Wajda nos lanza al escenario de apocalipsis y de melancolía en la posguerra. Maciek (Zbigniew Cybulski)  y Andrzej (Adam Pawlikowski) son soldados del ejercito de la resistencia antinazi polaca, justo después de que el ejército alemán ha sido expulsado de Polonia. En la disputa interna por ocupar el vación de poder, Maciek y Andrzej deben asesinar a un comisario estratégico del comunismo; una tarea que resulta ser mucho más compleja y trascendente para ellos, de tal forma que les revelará nuevos escenarios que tienen que ver incluso con su propia felicidad. 

Wajda construye principalmente el fondo desolado del país que apenas ha logrado cruzar la devastación, que apenas se ha liberado del peso del horror inenarrable. Las calles están solitarias y en los interiores de las cantinas, los cuartos y los salones, se entremezclan pasiones que pueden ser tanto intelectuales como emocionales. En la construcción de esa atmósfera de territorio recién bombardeado, no solo por las bombas sino también por los traumas, resultan fundamentales los trazos de luz de Jerzy Wójcik, quien con su fotografía responde a los contrapicados claustrofóbicos de Wajda, tanto como a el paso del tiempo y el movimiento mismo, que con transforma los rostros de los humanos involucrados y refuerza el dramatismo de la depresión colectiva, de la pena que atraviesa la ciudad, con altos contrastes que le dan volumen a las sombras. En medio de la pesadez de esa sensación melancólica, en el interior de las habitaciones se planean las conspiraciones, los asesinatos, las estrategias políticas menudas. Todas esas son pasiones que van transformando el tejido cuidadoso de las estrategias, que desarman con facilidad la frialdad de los planes para conquistar el poder justo en el lapso del desgobierno. Es como si nadie hubiera considerado algo que parecía podía haber sido predecible: que las pasiones más intensas de la vida iban a surgir al percibir que podían sacar la cabeza del fango de la guerra. 

La disputa política de ‘Cenizas y diamantes’ es apenas la cobertura visible de la disputa más filosófica y probablemente romántica entre el amor y la guerra. Ese planteamiento conceptual de Wajda retrata de cuerpo entero un elemento esencial de la disputa generacional característica de la década de los cincuenta en Europa, entre aquellos viejos supervivientes que no podían dejar de poder en la reconstrucción del mundo destruido, en la decisión de elegir cuáles serían los cimientos ideológicos hacia el futuro, y por otra parte los jóvenes que querían mover el pensamiento hacia los valores supremos de la concordia, de la felicidad, del amor entendido en todos los escenarios. Finalmente, en ‘Cenizas y diamantes’ respira todavía ‘La gran ilusión’, de Jean Renoir, pero envuelta por un sino trágico que pareciera ser simplemente el destino ineludible de la condición humana, como si el horror y la oscuridad terminaran siempre por imponerse como una sombra extensa fuera de la cual no puede escapar ni el más mínimo brote de ilusión. 


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