jueves, 17 de agosto de 2023

La cumbre blaxploitation de ‘Super Fly’ y la resistencia furiosa de Gordon Parks Jr.


Los años sesenta representaron un impulso extraordinario en las reivindicaciones profundas de la comunidad afroestadounidense. Tras décadas de una segregación lacerante, el movimiento en la exigencia de los Derechos Civiles, encabezado por diversos matices de los cuales son emblemáticos Martin Luther King y Malcolm X. Esa gran revolución política derivó también en una inmensa revolución cultural, en la cual las artes afro, de inmenso aporte en la cultura popular estadounidense, tuvieron un resurgimiento sobre los rieles de una explosión de auténtico orgullo. En la trastienda del Nuevo Hollywood, directamente en los asentamientos de las diferentes comunidades atravesadas por la identidad de sus orígenes, nació y se expandió el llamado cine de explotación, que contó con una parte sustancial en el blaxploitation. En los grindhouses, salas de cine extraordinariamente grandes, se dio espacio de distribución, directamente en los barrios negros, para un cine en el que los negros eran los protagonistas, en medio de periferias violentas, de imperios criminales, en los cuales se erguían como reyes en una auténtica rebelión furiosa, que tenía tanto de de dolor como de altivez. Una de las películas cumbres de esta vanguardia de la diversidad y desde la marginación es ‘Super Fly’ (1972), dirigida por Gordon Parks Jr., heredero de una vena esencial de la cultura afroestadounidense, la de su padre Gordon Parks. ‘Super Fly’ cuenta la historia de Priest (Ron On’Neal), un traficante de cocaína en Harlem, quien, en asociación con su compinche Eddie (Carl Lee), pretende dar un último negocio, que le representará una fortuna suficiente para disfrutar del retiro en medio del palacete que ha logrado construir, junto a su novia Georgia (Sheila Freizer). Por supuesto, escapar de las fauces del monstruo del crimen no será tan simple. 

‘Super Fly’ se extiende y se sostiene sobre la proverbial y paradigmática banda sonora de Curtys Mayfield, por sí misma una obra crucial en la historia del funk. La música empodera las acciones del reyezuelo, parece acompañar su caminar rítmico, la ruptura constante con la hegemonía, desde las aspiraciones de coca con la pequeña crucecita en una cadena en su cuello hasta la sexualidad esencialmente ritual en la tina del baño con Georgia. Tras los diálogos de Priest (efectivamente todo un sacerdote reconstruido en lo groove) y de Eddie, se expresa, con la mirada al vacío, la melancolía de la marginación, que rápidamente deriva en la furia, en un rencor virulento que es el de la resistencia y también el de un odio que por supuesto no pretende nunca congraciarse con una sociedad que ha sido cruel. La puesta en cámara de Gordon Parks Jr. está llena de intenciones, con una intuición simple pero también precisa para permitir que se proyecte inmenso el rostro convulsionado de la violencia en los personajes. Es capaz de hacer de los planos cerrados auténticos paisajes, de las pieles hacer territorios. Y consigue elaborar una armonía extraordinaria con la música y entonces planta, por ejemplo, una hermosa colección de polaroids de clientes del traficante, de acólitos de Priest, que se deleitan en la degradación de su hedonismo, del placer inmediato de la droga. 

En el intento de Priest por escapar de las fauces de la monstruosidad criminal, no le queda más que arrastrar al infierno incluso a quienes ya estaban fuera. No se puede abandonar esa delincuencia sin llevar a otros a la desgracia profunda. Todo sucede en medio de la gran ciudad y los personajes cruzan de la marginación a las zonas luminosas con naturalidad, llenos de anhelos, de los deseos profundos de ser felices. Después de una proyección infantil del heroísmo, en la demostración del aprendizaje de las artes marciales, la cámara abandona el callejón violento para posarse y congelarse en el pico más alto, “the top of the hill”, reservado exclusivamente para el mundo blanco y anglosajón. 


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