Para mediados de los años ochenta, la carrera de Terry Gilliam como director era ya considerablemente destacada, impulsada especialmente por las codirecciones de los largometrajes de Monty Python, ‘Monty Python and The Holy Grail’ (1975) y ‘The Meaning of Life (1983), junto a su tocayo y viejo compañero pythonesco Terry Jones. El gran proyecto de Gilliam era la trilogía de la imaginación, que había despegado con ‘Time Bandits’ (1981), que estaba cobijada por Handmade Films, la productora del exbeatle George Harrison, quien incluso había hipotecado su casa por ver realizada ‘Life of Brian’ (1979), tal vez la más celebrada película del legendario quinteto. La segunda entrega de la trilogía sería ‘Brazil’ (1985), una notable pieza de ciencia ficción, bordeada por el proceso kafkiano y con la participación de una buena cantidad de importantes actores y actrices que ya habían sido partícipes de ‘Time Bandits’, entre los que se cuentan Katherine Helmond, Ian Holm, Peter Vaughan y Jim Broadbent, Michael Palin (para más tono pythonesco), nada menos que Robert De Niro (que para entonces ya era el de ‘The Godfather’, ‘Taxi Driver’ y ‘Raging Bull’) y Jonathan Price en el papel protagónico. ‘Brazil’ cuenta la historia de Sam Lowry (Price) un burócrata de la distopía que discrepa de la dictadura formal combatida por terroristas urbanos y en sus sueños es un héroe alado de armadura y espada que persigue a una hermosa mujer que flota en medio de velos traslúcidos y nubes (Kim Greist).
En el mismo infierno burocrático y brutalista de Kafka en ‘El Proceso’, mismo que Orson Welles proyectó en 1962, Terry Gilliam inserta la ensoñación surrealista que siempre ha sido una marca indeleble de su estilo, con la posibilidad de que todo derive en el la dicha o en el horror, en los sueños mojados o en las pesadillas. Sobre la cuidada saturación de una sociedad llena de trámites imposibles y multiplicada por oficinistas, con el extraordinario diseño de producción de Norman Garwood (quien ya había tomado la tarea no menor de dirigir el arte en ‘Time Bandits’), Gilliam construye toda una textura extensa, llena de gadgets y deshumanización, en donde las bombas terroristas explotan por doquier, matando como si nada, ante la apatía de los supervivientes, que solo sigue comiendo, comprando o socializando. En ‘Brazil’, como en ‘El Proceso’, los espacios son obstáculos, son piedras en el camino y el gigantesco samurái que se desvanece y reparece donde se le antoja se percibe sin estar presente, en los muros interminables, en las series infinitas de oficinas, escritorios y humanos en la producción en serie, en donde siempre hay que firmar papeles, estampar sellos en los documentos, enviar por los tubos los trámites para escapar de ellos. Sam deambula por este mundo, tropezándose, lanzado al azar incluso de la supervivencia, mientras todo se derrumba a su alrededor, en un terremoto o en una rapiña por el bien propio. Hasta que, como un haz de luz, aparece la materialización de sus sueños en la realidad, el amor mismo, en la carne de una integrante de las guerrillas urbanas, quienes finalmente lo rescatan de la insensibilidad y le dan la conciencia suficiente para notar como el mundo es un gigantesco aparato castrador de la imaginación.
En la especulación esencial de la ciencia ficción, Terry Gilliam supo comprender el avance de la deshumanización y la búsqueda del amor, no como un sentimiento puramente romántico, sino justamente como aquel que promueve la sensibilidad en términos extensos. Pero la conclusión de su reflexión es decididamente escéptica y se remonta incluso a la locura para construir una visión de fondo que es profundamente pesimista con respecto a la naturaleza humana.
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