Polonia fue sin duda uno de los centros históricos cruciales en el relato de la Segunda Guerra Mundial, que como bien sabemos, fue el cataclismo que terminó por definir en buena parte las bases de un mundo que hoy todavía ocupamos. El cine surgido de ese país del centro de Europa, probablemente el primero hacia el Este de la Cortina de Hierro, no hubiese tenido la relevancia que ha tenido sin la presencia transversal de Andrzej Wajda, quien fue soldado y perdió a su padre en la guerra, que había cruzado los pantanos horrorosos de esas circunstancias. No fue gratuito entonces que su carrera como cineasta diera inicio con una sustanciosa trilogía sobre la guerra, con Polonia en el centro, a lo largo de aquella segunda mitad de los cincuenta en la cual ya se daban los primeros hervores de aquella contracultura global, gestada precisamente por los hijos de la guerra. La primera película de esa tríada fue la mismísima ópera prima de Wajda, titulada ‘Generación’ (1955), que cuenta la historia de un grupo de jóvenes obreros en Wola, una zona de clase trabajadora en Varsovia, mientras subsisten en medio de la invasión nazi, siguiendo los pasos de Stach (Tadeusz Lomnicki), quien como empleado en una fábrica de muebles, se enrola en un grupo subterráneo de resistencia comunista, en donde conoce a la hermosa Dorota (Urszula Modrzynska), con quien inicia un romance intenso y furtivo.
Wajda se para en los hombros de Fritz Lang, específicamente en el soporte firme e histórico de ‘M’ (1931), con rostros que se replican en las catacumbas en las que se tejen las conspiraciones, los golpes, las operaciones quirúrgicas de guerrilla, pero también la excitación de la subversión, de la clandestinidad, en ‘Generación’ extendida incluso al romance, a la pasión juvenil más pura. Los espacios constantemente están constreñidos por la dureza de la dictadura, del terror nazi que atraviesa las calles, mientras que los pasadizos, las oficinas, los talleres y las cañerías mismas se convierten en parte orgánica de una resistencia que se da en diversos escenarios, mientras por arriba y por abajo, por dentro y por fuera el terror fácilmente dispara el miedo, con los disparos que no se sabe a quién han derribado y monstruosamente con los cuerpos colgados a lo largo de las calles como escarmiento para quienes se puedan atrever a resistirse al control absoluto. En medio de ese escenario de asfalto, de fierro, aplastante, crece el amor, se dan las risas y todavía puede subsistir alguna ilusión, que sin duda carga siempre encima una ingenuidad terrible, que puede llevar fácilmente a la muerte más certera. En la construcción de ese contraste entre las oscuridades excitantes de ciertos interiores y las luces dantescas de ciertos exteriores, resulta fundamental el trabajo de Jerzy Lipman, que llena de bellas pinceladas las constantemente afortunadas composiciones de Wajda, capaces de recomponerse constantemente y de contagiarnos el entusiasmo juvenil de un grupo humano por el que solo se puede sentir afecto, acaso el afecto de quien observa con ternura y cierta nostalgia el frenesí del espíritu juvenil. Wajda también parece beber de aquel John Ford de ‘Las uvas de la ira’, con el impulso de Jasio, intepretado por Tadeus Janczar, quien en su rostro pareciera conservar la esencia del rostro de Henry Fonda, quien interpreta al promisorio Tom Joad en el clásico de Ford, especialmente por unos ojos capaces de trasladarse fácilmente a emociones desnudas, desde el terror hasta la felicidad misma. Entonces, la primera obra de la trilogía de la guerra de Wajda, primera piedra también de su filmografía, logra abrazar y representar un espíritu intenso y transformador que estaría por revolucionar el mundo.
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