jueves, 23 de febrero de 2023

El flamenco operístico de ‘Carmen’ y la pasión febril de Carlos Saura

En la tradición más hegemónica del arte, probablemente sea la ópera la forma que podría considerarse más sólidamente como un antecedente al menos esencial del cine. Esa inmensa conjunción de talentos, que van desde el drama hasta la música de orquesta, pasando por la actuación e incluso la danza. Con el sustento de esa resonancia, Saura construyó la segunda película de tu “trilogía flamenca”, probablemente la más celebrada de la saga dancística del director aragonés. ‘Carmen’ (1983), es una adaptación del mismo Saura y Antonio Gades (de nuevo el protagonista), de una virtual adaptación de la ópera de Georges Bizet al flamenco. No sobra decir que la ópera misma está inspirada en la novela homónima del escritor parisino Prosper Mérimée. En la ‘Carmen’ de Saura, se cuenta la historia del enamoramiento progresivamente tormentoso de Antonio (Gades) con Carmen (Laura del Sol), una joven bailarina a quien obsesivamente identifica con la protagonista de la obra que está dirigiendo en su puesta en escena. Nuevamente, como en ‘Bodas de Sangre’, Saura crea todo un juego concéntrico que va diluyendo las líneas entre la representación de la obra y la percepción de la realidad en la película. 

Antonio (alter ego del mismo Antonio Gades), revolotea por los salones donde se ensayan todos los fragmentos de una obra colosal, en busca de una mujer que encienda su intuición sobre la protagonista de Carmen. Con la mirada profunda de siempre, clava los ojos desde la distancia en los prospectos, hasta que los fija en Carmen, que es la mismísima Carmen para él, desde el primer momento, y se empeño constante será el de extraer de su interior una sexualidad en su danza que alimente su obra y también su propia vida. La cámara de Saura, respaldada por la fotografía virtuosa de Teo Escamilla, es capaz de hacer esa misma inspección minuciosa, como de animal salvaje, de depredador incisivo, pasando con toda naturalidad de los zapateos multiplicados y la armonía irresistible de los cuerpos que se sacuden en el flamenco, hasta la prolongación interminable e incluso aterradora de las sombras que se ciernen por el espacio en medio de las pausas del silencio. En medio de los múltiples fondos propios de la naturaleza de las adaptaciones sobre las adaptaciones, que ya era característico en ‘Bodas de sangre’, Saura también elabora lo que termina siendo un límite delgado entre las percepciones, en donde la revuelta y atribulada humanidad de Antonio empieza a perder de vista esa frontera, justo como en los delirios. 

En ‘Carmen’, la pasión se hace febril, como el síntoma de un trastorno intenso que parte de la inmersión profunda en las densidades del proceso creativo. Encontrar ese hilo con el pasado, con otra mente y con la representación, con una expresividad precisa, pareciera el punto de ebullición de una agitación imparable, que solamente puede detenerse en la muerte. La contención interminable, como de matrushka, que construyen Saura y Gades, logran poner en relieve el espíritu humano en el fondo de la Carmen que ha cruzado los tiempos en tantas identidades representativas. Desde esa perspectiva extraordinaria, puede abrazarse con muchas más emociones la intensidad reforzada por la pasión y la altivez natural del flamenco, en una disputa constante, una confrontación que poco a poco se va transformando en un ciclón más fuerte, en el que Antonio es arrastrado sin resistencia. Saura no solamente acompaña el drama que se escapa por los límites del drama, sino que lo esculpe y lo pinta con gran intuición, consiguiendo un paisaje comprensible, abarcable incluso en las turbulencias más indómitas que se van haciendo cada vez más de la convulsión el estado natural de las cosas. 


No hay comentarios.:

Publicar un comentario