jueves, 2 de febrero de 2023

El abandono cruel de ‘Cuentos de Tokio’ y la consciencia filial de Yasujiro Ozu


El cierre de la “trilogía de Noriko” se dio con la película más celebrada en la carrera de Yasujiro Ozu. ‘Cuentos de Tokio’ (1953) consolidaba las inquietudes del histórico cineasta japonés con respecto a la familia, la distancia generacional y la irreversibilidad del paso del tiempo. Ocho años después de la devastación descomunal de la Segunda Guerra Mundial sobre el espíritu japonés, la agudeza en la perspectiva de Ozu era capaz de capturar no solamente la universalidad de las relaciones entre padres e hijos, sino que además era capaz de crear todo un manifiesto sobre el espíritu japonés lacerado por la posguerra. Shukichi (Chishû Ryû) y Tomi (Chieko Higashiyama), es una pareja de ancianos que visita a sus hijos en Tokio, quienes los reciben con incomodidad y los desatienden cada vez más abiertamente, en contraste con Noriko (Setsuko Hara), la viuda de su hijo menor, fallecido en la guerra. La devoción y la abnegación de los padres, además de la notoria cercanía con su nuera, empieza revelar la profundidad de una verdad que subyace en el fondo de la humanidad de todos los miembros de la familia. 

En ‘Cuentos de Tokio’, Ozu se va adentrando poco a poco en una oscuridad que es difícil de percibir a través de su estilo lleno de sencillez y melancolía. La formalidad se va horadando y poco a poco la intimidad se va revelando con más claridad, y con ella los sentimientos profundos, una honestidad llena de dolor. En la extensión de los terrenos del melodrama, Ozu, elige uno que no opta por la autoflagelación, sino que sabe plantarse con gran emoción en medio de lo que tiene en simultáneo la misma veracidad del paso del tiempo y la denuncia de un abandono cruel, de un desapego irreversible. Los espacios cuidadosos y elaborados de Ozu, que siempre habían terminado siendo todo un refugio, más allá de la profunda melancolía propia de la humanidad misma, ahora son espacios en los que se oculta una pena extraordinaria, que a fin de cuentas es la pena del desamor. En los exteriores, suele enmarcarse la soledad de los ancianos, quienes constantemente miran el horizonte, en busca de sus hijos o en busca de la asimilación de una realidad que duele. El vínculo con Noriko se da con fundamente en el dolor, en el duelo por el hijo y por el esposo, en la contemplación de una ausencia que no tiene vuelta atrás. La película no se limita a la anécdota del desprecio hacia los padres, sino que se extiende a un proceso tan universal como en el de la pérdida del cariño con la distancia, el del abandono creciente en la vida moderna, y el del desprecio en la construcción de unas prioridades sin criterios sólidos. 

La cámara de Ozu es observante, detallista en la mirada, desde su posición en el piso donde se traza la altura de la interacción japonesa en los inicios de los cincuenta. Pero también es capaz de seguir la mirada de los mismos personajes para contemplar su propia contemplación interna, la del paso del tiempo, la del mundo que se queda atrás, la de la muerte que no solo es el fin sino también el camino, porque se sufre la muerte del otro y se espera la muerte propia. De alguna forma, los viejos de Ozu representan una resignación que también es inevitable, cuando se percibe que la sociedad es incorregible, que no existe caso la oposición frente a la inevitabilidad del olvido, de un olvido imperecedero y colectivo, en el que se encuentran quienes recuerdan y se recuerdan unos a los otros.  


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