La redirección de las verticalidades convencionales en el arte, en el drama y, por supuesto, en el cine, en el marco de un mundo que procura desarmar mucha de la hegemonía fundamental del mundo. En los terrenos de la comedia, la farsa y a veces en esa frontera, el sueco Ruben Östlund ha emergido con potencia en la representación de unos vicios humanos que durante mucho tiempo se han mantenido en las tinieblas propias de lo considerado normal. En la década anterior, Östlund consiguió una posición de relevancia en esa toma de consciencia, desnudando con sus farsas cómicas y sus comedias fársicas la estructura de auténtica opresión que sostiene al mundo. El cineasta sueco está de vuelta con una nueva observación del mundo, está vez sobre la estructura misma de las clases sociales, sobre la toma y el ejercicio del poder. En ‘Triangle of Sadness’ (2022), cuenta la historia del viaje en crucero que emprenden Carl (Harris Dickinson), un modelo en ciernes, y Yaya (Charlbi Dean) una influencer en auge. En el crucero se encuentran con diferentes magnates que van desde el negocio de la venta de granadas de mano hasta la venta de mierda (fertilizante), como Dimitry (Zlatko Buric), un ruso capitalista que conecta especialmente con el capitán del crucero (Woody Harrelson), un gringo marxista. Pero la deriva, metáfora del mundo, invertirá la escala social propia del submundo paradigmático de esa embarcación de lujo.
En la calma de esta navegación, flota el aburrimiento de la desidia, la vanidad y la egolatría, los celos y la envidia, y sobre todo la vulgaridad de un clasismo de nobleza estancada y al mismo tiempo moderna. Östlund sitúa a sus personajes con la perspectiva de las distancias en castas de ese submundo, con los empleados respondiendo a los antojos humillantes de los ricos. Justo cuando están por darse un festín hedonista en esa moral con total aceptación, el mar cambia la inclinación de las relaciones de poder, las subvierte para ponerlas de cabeza, para lanzar la mierda (no el fertilizante), de regreso por la precariedad de las tuberías de los desechos. En esa asfixia de la embriaguez, en esa indigestión de lo patético, las voces emergen como fantasmas en medio del pequeño apocalipsis y poco a poco la oscuridad plena lanza a los ricos con su desnudez a un nuevo mundo por fundar, en donde pasará factura el abandono de sí mismos y la justicia se replanteará en el salvajismo del instinto, de lo primario.
El espíritu didáctico y descriptivo de la estructura que desgarra Östlund no se plantea ningún tipo de concesión al meter el cuchillo que destripa una naturaleza brutal de las relaciones humanas, especialmente vistas desde una perspectiva siempre de colonia, de feudo arbitrario construido sobre un poder que se comprende que ha surgido de la arbitrariedad, de la deshumanización en el ejercicio del poder. Es una película que intenta trazar las direcciones de diferentes reivindicaciones, sobre la firmeza de un concepto simbólico sólido como lo es el crucero, con todas sus distancias abismales, como si fuera un Titanic reconvertido en un esperpento apocalíptico. Así es como se disciernen los ricos y los pobres, los hombres y las mujeres, las pieles claras y las pieles más oscuras, hasta que esa especulación construye un escenario en el que las intenciones no apuntan al moralismo, no pretender reparar la justicia, sino ejecutar una venganza, desahogar un resentimiento, sin que importe la desembocadura de esa furia contenida por siglos. Las emociones son las propias de la supervivencia, pero también las de un caos rebelde que no puede ni quiere ser reencauzado, pero del cual nadie puede decir que no tiene explicaciones ciertas.
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