En el panorama histórico del cine colombiano, probablemente no existe ninguna otra película que haya logrado conciliar con tanto éxito a la crítica y al público como lo hizo ‘La estrategia del caracol’ (1993), de Sergio Cabrera. La película se sobrepuso a una época crítica para el cine colombiano, en la cual las instituciones públicas de apoyo se extinguían tristemente. La película tuvo que sortear cuatro años de obstáculos desde que el guionista Ramón Jimeno tuvo la idea original. En el camino contó con el refuerzo del actor y guionista Humberto Dorado, pero la película solo tuvo el respaldo final hasta que tuvo la venia nada más y nada menos que del inextinguible Gabriel García Márquez. La película fue dirigida por Sergio Cabrera, quien había pasado la adolescencia en la China comunista y había sido guerrillero del longevo EPL. Posteriormente, estudió cine en Londres. Para cuando abordó ‘La estrategia del caracol’, ya había dirigido su reconocida ópera prima ‘Técnicas de Duelo’ (1988) y se había consolidado como un director importante en la televisión. Cuenta la historia de los vecinos de la Casa Uribe, un inmueble histórico enclavado en el centro de Bogotá, con gran valor arquitectónico. ‘El Perro’ Romero (Frank Ramírez) y Don Jacinto (Fausto Cabrera), dirigen la estrategia legal, política y comunitaria vecinal frente al proceso deshumanizado de desalojo que encabeza Víctor Honorio Mósquera (Humberto Dorado), el abogado del heredero legal de la casa, el clasista y salvajemente capitalista Doctor Holguín (Víctor Mallarino). Los vecinos se unirán para sumar sus humildes esfuerzos para soportar con dignidad la intentona de dejarlos en la calle.
En esta película de Cabrera, se pueden percibir las aromas del Neorrealismo Italiano, con un guion impecable, que no solamente describe las personalidades y los rasgos de un grupo inolvidable y lleno de particularidades que al final tienen el inmenso valor de capturar la esencia usualmente esquiva de la identidad colombiana. También se siente la influencia del vanguardismo socialista ruso de los años veinte, con composiciones grupales que hablan de un solo pueblo y son constantemente impulsadas por la emoción de la defensa de la dignidad, con una música eficiente, a cargo de Germán Arrieta. El diseño de producción de Enrique Linero y Luis Alfonso Triana nos permite ver ese musgo humano y nutritivo que ha crecido sobre la piedra antigua de todo un patrimonio arquitectónico, y lo ha poseído como su propia casa. De puertas para adentro, la camaradería, la unidad, la estructura de una auténtica sociedad familiar sin relaciones de sangre se ha convertido para cada uno de los inquilinos en la razón de su propia vida, en la red que los contiene y los soporta, que les da sentido alrededor del fuego colectivo. En la construcción de esa colectividad que es capaz de todo, indestructible, resulta fundamental la conjunción planetaria de un elenco estelar en el contexto colombiano, con actores que marcaron toda una época en el cine, el teatro y la televisión del país, como Frank Ramírez, Fausto Cabrera, Delfina Guido, Vicky Hernández, Gustavo Angarita, Humberto Dorado, Salvatore Basile, Jairo Camargo, Saín Castro, Luis Chiape Florina Lemaitre, Victor Mallarino, Luis Fernando Montoya, Marcela Gallego, Luis Fernando Múnera, Edgardo Román y Jorge ‘Topolino’ Zuluaga, entre otras figuras de aquel presente. La suma de tablas entonces no se limita a la trama, sino a un reparto que sabe dar pinceladas, incluso en los papeles más pequeños, que tiene la virtud de hacer de la película toda una experiencia de detalles que dicen siempre mucho de la esencia de la película, sostenida con fuerza en el principio de la dignidad. La película cobra una vigencia descomunal en los tiempos que vivimos. Se trata de la respuesta auténtica de una comunidad latinoamericana a problemas surgidos de una desigualdad lacerante y de un corporativismo que ha terminado por postrar al mundo. La colectividad y la solidaridad se revelan cada vez con más claridad como alternativas necesarias, que se pueden adaptar a la idiosincrasia de la región y que al mismo tiempo multiplican considerablemente lo poco que cada quien tiene en su escasez. Esa fraternidad, que además es afectiva, tiene la capacidad de enfrentar mejor las adversidades que no solo se vislumbran sino que ya se viven.
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