En este año 2018 se cumplieron 60 años de la que para muchos es la mejor película de Alfred Hitchcock y para no pocos la mejor película de todos los tiempos. Se trata de ‘Vertigo’ (1958), protagonizada por Jimmy Stewart (uno de los favoritos del legendario director inglés) y una muy joven Kim Novak. Es una adaptación de la novela ‘De entre los muertos’, escrita por la dupla de escritores del género policiaco conformada por Pierre Boileau y Pierre Ayraud. 'Vértigo' relata el caso de John ‘Scottie’ Ferguson (Stewart), quien se involucra en un trabajo como detective, consistente en seguir de cerca los pasos de Madeleine (Novak), esposa de Gavin Elster (Tom Helmore), uno de sus viejos amigos. La hermosa rubia deambula extrañamente por pasajes específicos de San Francisco y las investigaciones previas de Elster concluyen que está poseída por el espíritu de una atormentada mujer que construyó toda una leyenda urbana en la ciudad. Scottie acepta, a pesar de recién haberse retirado de la policía debido a un diagnóstico de acrofobia, es decir un temor extremo a las alturas.
Pocas películas en la historia del cine relacionan de forma tan majestuosa la forma y el contenido. Es decir, el vértigo estará presente siempre, en la situación, en las emociones. Siempre los personajes estarán pendiendo de un hilo, al borde del abismo de sus propias pasiones y de sus propias debilidades. Como espectadores, también sentiremos el vértigo, desde la misma escena inicial que nos describe el evento que develó la acrofobia de Scottie. Después, vamos a entrar en las profundidades del deseo, de la mano de un stalker voyerista increíblemente interpretado por el entrañable Jimmy Stewart. Vamos a recorrer las calles de la preciosa San Francisco cincuentera desde su mirada, que percibe a Madeleine como una revelación sobrenatural y no puede evitar el deseo sexual potente que siente por ella, a pesar de ser la esposa de uno de sus mejores amigos. Hitchcock nos invita a recorrer los caminos eternamente y a introducirnos en la ensoñación de dos que, más que amarse, se desean rabiosamente. La emoción de la experiencia que ha creado Hitchcock es embriagante, podemos sentir simultáneamente la clandestinidad y el peligro como si fuera en un sueño, con todas las sensaciones características. Desde los créditos del siempre excitante Saul Bass, con la música del espectacular Bernard Herrmann, estamos en la montaña rusa más oscura que pueda existir. Después, la presencia fantasmagórica de los personajes en los escenarios, con la intuición privilegiada de Hitchcock para los emplazamientos y la fotografía envolvente de Robert Burks.
La película gradualmente va transitando hasta los habitáculos más tenebrosos de la mente humana, al paroxismo, sobre una obsesión incontrolable, todo ello vertido en sadismo, masoquismo y fetichismo, a un nivel casi terrorífico que incluso genera en la audiencia risas nerviosas o hasta cómplices. Alfred Hitchcock logra en esta película ponernos de cara con nuestra propia naturaleza perversa y esa experiencia siempre será especial, siempre será inquietante, ha quedado plasmada de forma material e inmaterial para la eternidad, porque simplemente nunca podremos deshacernos de nuestro condición humana, del yugo de los instintos, inclusive en la capacidad de domarlos. El valor documental que la película terminó adquiriendo con respecto al paisaje histórico de San Francisco tampoco es menor. Probablemente esa no fue la prioridad creativa de Hitchcock, pero la película representa todo un patrimonio también desde esa perspectiva. Cada vez que regresemos a ‘Vértigo’, tendremos el placer de deslizarnos con Scottie tras de Madeleine, por los caminos de su locura, contemplándola ahí, como un animal salvaje que se yergue elegante y recorre el espacio de forma casi etérea. Resulta sobrecogedor sentir al unísono la humanidad de Hitchcock, como si nos hubiera atado con una soga eterna, con su maestría puesta en servicio de sus propios fantasmas. Siempre será delicioso emprender ese viaje tortuoso.