jueves, 16 de octubre de 2025

El Beirut arrasado de ‘Beirut, mi ciudad’ y el retorno desgarrador de Jocelyne Saab


Para el Líbano, especialmente para su capital, Beirut, adentrarse en los años ochenta significó la inmersión en un escenario desolador, caracterizado por las ruinas de una guerra cruenta entre el Oriente y el Occidente de la ciudad capital, y por el control definitivo de Israel, aliado en la región de las potencias de Occidente, y la expulsión de OLP (Organización de la Liberación de Palestina), que implicó muy crucialmente las terribles e históricas masacres de Sabra y Chatila, que implicaron alrededor de 2000 muertos en apenas dos eventos. Jocelyne Saab, quien había huido como refugiada a París desde hace varios años, después de filmar ‘Carta desde Beirut’ (1978), con la paz sepulcral de la intervención israelí, respaldada por fuerzas militares de Estados Unidos, Francia e Italia. Así es como surge naturalmente ‘Beirut, mi ciudad’ (1982), el cierre del tríptico de Saab sobre su ciudad de origen en la génesis, el transcurso y la devastación de la Guerra de Beirut. Al regresar, la cineasta libanesa se encuentra con la indigencia, con la hambruna, con la violencia, con su las ruinas de su casa y de su memoria, con los cadáveres, pero también con la resistencia y con el tejido comunitario. 

Saab vuelve a su casa y le traslada su voz a un narrador diferente, mientras podemos percibirla a ella contemplando lo que fueron sus raíces, ahora convertidas prácticamente en un desierto en el cual, todavía entre ráfagas y bombardeos a la distancia, se percibe la locomoción aturdida de las víctimas, de quienes escarban comida entre los desperdicios, de los niños desnutridos y desnudos, de los ancianos que siguen cuidando las plantas. Todos estos seres humanos deambulan por las calles demolidas de la ciudad tratando de arar esa tierra para intentar rehacer una ciudad, aunque bien saben que esos planes de reconstrucción ya no están trazados por ellos, sino por las fuerzas criminales de ocupación. Esta es una película mucho más instalada en el ensayo que las dos primera de la trilogía, porque aquí la sensibilidad está claramente inclinada hacia la asunción de una realidad devastadora, de una época arrasada por la vía de la masacre, no por causas naturales ni mucho menos. Entonces la percepción de Saab se siente como aquella de quien apenas puede mirar como todo se ha perdido. Como todo se ha convertido en un  desierto físico y mental en el que aún brota y se mantiene reverdecida alguna vida aferrada al instinto. 

A la luz del contexto histórico desde el cual se escribe este texto, cuando nuevamente se lleva a cabo un proceso colonialista y depredador en la Franja de Gaza, en Palestina, implicando incluso un genocidio, es abrumadora la pertinencia y la resonancia potente de la trilogía de Jocelyne Saab. De toda la trilogía, pero muy específicamente de ‘Beirut, mi ciudad’. Es sorprendente y al mismo tiempo desgarrador comprender que lo que sucede actualmente en Palestina no responde en los métodos y los mecanismos a ningún proceso nuevo, ni tampoco a circunstancias históricas específicas. En lo general, todo responde a conflictos internos alimentados previamente por Occidente, especialmente con Israel, su enclave en Medio Oriente, y después un proceso que solo puede definirse como el borrado de una sociedad entera. Al final de la trilogía, Saab vuelve la mirada sobre la calma de París, gracias a los privilegios que ha expoliado Occidente y dolorosamente describe la experiencia profunda en la sensibilidad del migrante. Nos comparte como cierra los ojos y se encuentra con su pueblo, con su origen, con su memoria. Con todo aquello que fue devastado por la muerte y la negación hegemónica de una cultura. 


jueves, 2 de octubre de 2025

El Beirut sitiado de ‘Carta desde Beirut’ y la ruptura del asedio por Jocelyne Saab


Un par de años después del estallido de la Guerra del Líbano y haber registrado de cerca las conmociones de ese hecho en ‘Beirut, nunca más’ (1976), Jocelyne Saab regresó a la capital del Líbano para entregar la segunda parte de la trilogía sobre la guerra instalada en su ciudad natal con ‘Carta desde Beirut’ (1978), en donde encuentra una ciudad completamente fragmentada, partida en dos partes, fracturada geográfica y emocionalmente. Beirut estaba partida entre el Este y el Oeste, con las milicias cristianas falangistas y reaccionarias en el Este y la OLP (Organización para la Liberación de Palestina) con las milicias musulmanas, además de la ocupación militar de Siria en las dos zonas. Saab, protagonista nuevamente de su propia película, como en la primera película de la trilogía, se queda varios meses para romper la experiencia del visitante y conocer la cotidianidad de su ciudad natal. Saab tiene la idea de poner a funcionar un bus de transporte público en el cual consigue transmitir seguridad a los ciudadanos que utilizan el vehículo y se convierten en quienes directamente dan testimonio de su experiencia en una ciudad que en los hechos no ha dejado de estar en guerra durante tres años. La directora libanesa consigue así también todo un mecanismo, incluso conceptual, que le permite abarcar un territorio en conflicto. 

Saab captura con amplia inteligencia la humanidad misma de los beirutíes, quienes procuran seguir el curso de su vida sobreponiéndose a un control esencialmente dictatorial en cualquiera de las dos partes en las que la ciudad cruza unas tensiones que incluso han separado a familias enteras. Más de una década antes, en medio de la cumbre de la Nueva Ola Francesa, Agnès Varda no solamente hizo su aporte a aquella vanguardia, sino que además cruzó el océano para atestiguar toda una revolución en el continente americano con documentales como ‘Hola, cubanos’ (1963) y ‘Panteras negras’ (1968), en donde hace verdadera y auténtica presencia cuando la historia se está escribiendo. Cuando está cambiando. Saab construye toda otra gesta en esa tradición con esta trilogía de Beirut, y especialmente en ‘Carta desde Beirut’, donde se convierte ella misma en la portadora de un mensaje de denuncia pero sobre todo de humanización sobre su propio pueblo, dirigido a un mundo que ignora lo que sucede al interior de esas fronteras y de los límites de la capital. En otras latitudes de Occidente, el relato mayúsculo y primordial de las mujeres relatando el mundo desde su mirada irreemplazable continuaría tiempo después con la trilogía documental de Chantal Akerman, entre la Rusia todavía con el aturdimiento de la caída de la Unión Soviética y en la frontera porosa y multicultural de la frontera entre el norte de México y el sur de Estados Unidos. 

En el contexto amplio de la trilogía de Beirut, ‘Carta desde Beirut’ se convierte en la oportunidad de conocer al pueblo lacerado por la explosión de la guerra que atestiguamos en ‘Beirut, nunca más’. En el viaje extendido, ese tiempo se convierte en exploración simultánea de su propio origen, al que ahora puede observar al mismo tiempo con honor, con valentía y también con dolor. Con un amor que surge de unas entrañas vivas, de una sensibilidad profunda por la humanidad específica de su pueblo, pero permitiendo que se aprecie claramente a una sociedad transparente, honesta, que vive en un mundo real que todos en el sur global podemos constatar. Es un mundo de familias, de encuentros, de vínculos, de vecindad, de camaradería, de padres, de hijos y de hermanos, que además se convierte en la confluencia de un conflicto profundo en el que la política y la religión tienen tal grado de convicción que se convierten en valores innegociables. 


jueves, 25 de septiembre de 2025

El Beirut aturdido de ‘Beirut, nunca más’ y la excursión detallada de Jocelyne Saab


El cine del Medio Oriente nunca ha dejado de existir a pesar de adversidades que fácilmente podrían considerarse insalvables. Incluso ha sido capaz de incluir la voz de las mujeres cineastas, y en ese contexto del cine del Medio Oriente y especialmente de las mujeres cineastas del Medio Oriente, no existe en la historia ningún otro nombre equivalente al de la libanesa Jocelyne Saab. Esta cineasta, nacida en Beirut en una familia prestante y cristiana, se posicionó férreamente a favor de la causa palestina y la izquierda política, enfrentándose constantemente a grandes adversidades incluso de quienes fueron parte de su propio origen, además de confrontarse a tradiciones islámicas intensamente conservadoras. Sobre la segunda mitad de los años setenta, en el violento estallido de la Guerra del Líbano, desatada por la llegada masiva de población palestina que deriva en una disputa religiosa y armada entre musulmanes y cristianos, con la intervención de Israel controlando el paso de los palestinos al sur del país y también de Estados Unidos, cuidando un enclave esencial con reservas del petróleo en la Guerra Fría, Saab se adentró en un territorio especialmente riesgoso y plagado por una supervivencia intensa y trágica, protagonizada por las infancias, en muchos casos armadas para su propia defensa e instrumentalizadas por los grupos violentos y filmó una película de media hora titulada ‘Beirut, nunca más’ (1976), en la cual relata en un ejercicio preciso y detallado de cine-ensayo la crisis lacerante de una emergencia descomunal en medio de las ruinas de una Beirut fundamentalmente derrumbada por las balas de los fusiles, las metrallas y los cañones. 

En pleno Neorrealismo Italiano, Roberto Rossellini había reparado muy pertinentemente en el infierno que había dejado aturdidos los sentidos en Alemania e Italia, con la suma del estigma extraordinario del nazismo y el fascismo sobre las espaldas. Lo hizo en ‘Alemania, año cero’ (1948), en el desenlace dolorosísimo del inolvidable Edmund, y ya había visitado ese contexto en el primer episodio de ‘Paisà’ (1946), en el que el pequeño Pasquale supera las barreras lingüísticas y se encuentra en el dolor de la guerra y la marginación con Joe, un soldado afroestadounidense. En ‘Beirut, nunca más’, Jocelyne Saab encuentra a Edmund y a Pasquale replicados en decenas y decenas de niños y niñas que se baten y se debaten en medio de las ruinas de otra ciudad como aquella Roma y aquel Berlín, nuevamente arrasada por la guerra, y aún más hundida por la marginación estructural sobre el sur global. Infancias que podrían considerarse en el relato de la gran historia del cine como aquellas en transición a otro niño endurecido a palos horrorosos: Florya, el niño bielorruso de ‘Ven y mira’ (1985), de Elen Klimov, que tiene que pasar por el infierno mismo en la tierra al unirse a la resistencia soviética contra la invasión nazi en la Segunda Guerra Mundial. 

Pero Jocelyne Saab no está en la  ficción de Rossellini o de Klimov, está en la realidad documental. En una realidad tan verídica que su propia presencia detrás de la cámara está asumiendo un riesgo altísimo de morir, en un territorio donde todavía silban las balas. Y aún así, en medio de esa crisis de urgencia altísima, Saab encuentra la belleza profunda, no solo en los niños y todos los seres humanos que emergen en medio de los derrumbes para buscar seguir con vida, sino también en una poesía visual que es capaz de desentrañar la belleza de una melancolía tan profunda que es capaz de encontrar la conmoción simultánea de la vida y la muerte, en medio de todas esas señales de lo que fue la vida plena, ahora apenas como un registro de lo que se ha perdido para siempre después del fuego. 


jueves, 11 de septiembre de 2025

El amor exhausto de ‘Hot Milk’ y la desesperación profunda por Rebecca Lenkiewicz


La soledad es un asunto transversal en el arte contemporáneo, y el cine no es la excepción en ese panorama. Los cuidados y, contenidos en ellos, los afectos, se presentan en todas partes y con caras muy distintas, con familias mucho más pequeñas y redes apenas anchas para poder caer en ellas en los momentos de crisis. Para las mujeres, además de los cuidados, específicamente se trata de la sororidad y la particularidad de cada relación, como puede serlo entre madres e hijas e incluso entre amantes, como sucede en ‘Hot Milk’, de la inglesa Rebecca Lenkiewicz. Sofía (Emma Mackey) es una joven especialmente extraviada, quien tiene que asumir los cuidados de Rose (Fiona Shaw), su madre sumergida en una depresión amarga, quien sufre una enfermedad que la postra en una silla de ruedas y le impide dar un solo paso por si sola. Madre e hija deciden aislarse en las costas españolas en busca de un tratamiento que resuelva la discapacidad motriz que condiciona sus vidas y ahí Sofía se encuentra con otro horizonte aparte de aquel del mar: el del amor de Ingrid (Vicky Krieps), quien vive una vida de la cual Sofía aún no tiene siquiera suficiente conciencia. 

Las playas de Almería, siempre cálidas en el mundo real, aquí se convierten en el aislamiento que revela progresivamente la verdad de estas mujeres. Recuerdan el aislamiento metafísico que tantas veces habitó Bergman, emblemáticamente en ‘Persona’, o el horizonte en el que todo se respira de otra forma como en las playas de Angelopoulos. Sofía descubre una pasión romántica intensa justo cuando tiene el agua al cuello con los cuidados de una madre cada vez más intratable. La tentación suprema de la evasión se hace cada vez menos ineludible para todas sus condecoraciones. La culpa y la atracción sexual chocan violentamente al interior de un espíritu que sigue siendo joven a pesar de una responsabilidad que se perciba para ella como un piano sobre la espalda. Lenkiewicz mantiene a sus personajes en un limbo de indecisiones, que son las mismísimas de Sofía. Se trata de indecisiones y espacios inasibles que no por eso dejan de ser atmosféricamente embriagantes e incluso invitan a simplemente flotar eternamente en ese lugar donde se puede guardar el silencio y simplemente tirarse a los abrazos y los besos, a los lechos, a las playas, y solo dejar que de alguna manera todo tome su rumbo y se termine, o incluso que no termine nunca. 

En ‘Hot Milk’, la sensación constante precisamente es la de la leche caliente. La de recogerse en los brazos de otro y que quien cuida sea también cuidado. Sobre el trasfondo de la crueldad de las responsabilidades que apenas se sostienen y se explican por el amor. Todo está repleto por un dolor incesante al cual constantemente se le responde con el silencio y con un placer largo y que tranquilamente las protagonistas pueden abrazar eternamente. Sin embargo, todo termina por ser insostenible, porque de alguna forma siempre existe una necesidad insatisfecha, una culpa implacable que no se puede despreciar ni con toda la paz que se puede respirar en este mundo paradisiaco. La sensación de apocalipsis que emerge gradualmente del encuentro colosal entre el placer de este aislamiento metafísico y la presión inescapable de la responsabilidad pareciera finalmente ser una síntesis de un aire que puede respirar cualquiera en este momento en el mundo. Es algo así como el silencio que viene acompañado del entumecimiento, como un último estado de la desesperación. Finalmente, Lenkiewicz nos confronta con una zona indefinida de la percepción, en la que no se sabe si los deseos más oscuros se ha hecho realidad o la realidad se ha convertido el escenario donde esos deseos siniestros se concretan. 


jueves, 4 de septiembre de 2025

El anillo cataclísmico de ‘El Señor de los Anillos: El Retorno del Rey’ y el final interminable de Peter Jackson


En el invierno de 2003, dos años exactos después del estreno de ‘El Señor de los Anillos: La Comunidad del Anillo’ y un año después de ‘El Señor de los Anillos: Las Dos Torres’, en una de las planeaciones comerciales más precisas de los blockbusters, apareció ‘El Señor de los Anillos: El Retorno del Rey’, el cierre de la trilogía que marcaría la entrada de Hollywood al siglo XX y toda una marca generacional para los millennials más tardíos. Peter Jackson concluía finalmente la travesía de la Comunidad del Anillo del clásico de la literatura fantástica de Tolkien. En ‘El Retorno del Rey’, Frodo (Elijah Wood), acompañado de Sam (Sean Astin), se encamina a destruir finalmente el Anillo de poder, a enfrentarse finalmente al máximo poder de Sauron. La lucha entre el bien el mal llegará al extremo, hasta el punto en el cual el suspenso no se podrá estirar más, mientras que simultáneamente va regresando el orden a la Tierra Media, especialmente con el regreso de Aragorn (Viggo Mortensen), hijo de Arathorn y heredero de Isildur. Se trata de un inmenso sismo que está por reorganizar el mundo y traer la paz del orden preestablecido por la hegemonía de siglos. 

En ‘El Retorno del Rey’, Peter Jackson procura simultáneamente desatar toda la densidad que ha ido acumulando en la trilogía, con la necesidad de darle al mismo tiempo una relevancia extraordinaria a unas batallas gigantescas porque se trata de la definición misma del mundo; de la implantación de aquel escenario idealizado por las jerarquías tradicionales de este escenario trascendente. Por momentos, la película busca arraigarse nuevamente al espíritu de la primera entrega de la trilogía y se plantea pausas características de la introspección del guerrero previamente a la gran batalla; antes de confrontarse con el evento sísmico que es necesario atravesar para conseguir la dicha. En estos espacios, Jackson tiene un espacio significativo para nuevos escenarios extraordinarios, nuevos palacios y nuevos personajes que se debaten en la trama gigantesca de la Tierra Media, entre Gondor y Rohan, en medio de las angustias propias de la cercanía de un apocalipsis siniestro o el amanecer de un mundo de ensueño. Por otra parte, se sigue trazando en los salones y los mapas la estrategia para enfrentar una colisión descomunal en la cual se enfrentan decenas de miles de soldados enfurecidos. Con ese amplio margen, la película crece por sus propias dimensiones que se hacen necesarias, más que por la propia intensidad de su espíritu humano. 

Sobre el fundamento estrictamente clásico de la tradición narrativa de Occidente y en las reglas de la aventura y la fantasía, la trilogía de ‘El Señor de los Anillos’, de Peter Jackson, marcaba una nueva perspectiva para los blockbusters, sobre los hombros de la adaptación cinematográfica de grandes obras de la literatura occidental y en busca de un relato mítico precisamente con el horizonte de un nuevo siglo que se abría de par en par con todas las inquietudes por delante. Desde la distancia, casi un cuarto de siglo después, se percibe como el asentamiento final del mundo anglosajón en una batalla cultural que tomó décadas, pero que no terminó por ocultar una amplia gama de miradas: las de todos quienes buscaban visibilidad frente a un mundo multipolar. En la saga de Jackson, el relato mítico se cierra finalmente con una batalla campal en la que el viejo mundo se reinstala y el rey prometido vuelve a traer la paz que se construye sobre la hegemonía, mientras que la oscuridad, la fealdad y el caos han sido derrotados. La diferencia que violentamente no quiso acogerse a esa hegemonía. Estaría por abrirse la puerta para que llegaran los superhéroes a homogenizar críticamente un mundo diverso.

jueves, 28 de agosto de 2025

El anillo incisivo de ‘El Señor de los Anillos: Las Dos Torres’ y la gesta coral de Peter Jackson


Justo un año después del estreno de ‘El Señor de los Anillos: La Comunidad del Anillo’, con una programación especialmente precisa incluso dentro de los siempre estrictamente planeados blockbusters, apareció la segunda película de la saga de adaptación de la obra de J.R.R. Tolkien, con ‘El Señor de los Anillos: Las Dos Torres’ (2002). Una nueva épica que se tomaba la cartelera navideña en todo el mundo. La comunidad encargada de destruir el Anillo Único se ha dividido por decisión y por necesidad, de tal manera que Gandalf (Ian McKellen) ha caído al abismo, Frodo (Elijah Wood) y Sam (Sean Astin) se encaminan vulnerables en el camino abrumador de enfrentar al mismo Sauron y destruir el anillo, Merry (Dominic Monaghan) y Pippin (Billy Boyd) son secuestrados por los poderosos Uruk-Hai, cuyo rastro es perseguido cuan sabuesos por Aragorn (Viggo Mortensen), Legolas (Orlando Bloom) y Gimli (John Rhys-Davies). Así se plantea una estructura coral en la que la comunidad solo tendrá de comunitario el espíritu, al menos por el momento, con una gran cantidad de ramificaciones perceptivas entre un grupo del cual se plantea que se ha hecho familiar en su diversidad. 

En la división del relato mítico y el seguimiento de una épica ahora multiplicada, Peter Jackson se encuentra frente a la circunstancia ineludible de abordar una película coral. También es una oportunidad para matizar un relato necesariamente grande por sus dimensiones en todos los aspectos y llenarlo de matices y de relieve para contrastar entre las agitaciones y las serenidades propias de un viaje característicamente largo. Esa diversidad de líneas dramáticas le permite presentar en profundidad a sus personajes; construir con ellos una inmensa cantidad de esquemas largamente establecidos en toda la narración occidental, desde el romance hasta el melodrama; desde el horror hasta incluso la comedia más ligera. Por supuesto, todo esto responde a la necesidad de construir todo un esquema de personajes que respalde la potencia industrial necesaria para un blockbuster de estas magnitudes. Tras esa estructura por fin se revela con claridad una gran cantidad de jerarquías culturales, de homologaciones, en una película en la que fácilmente puede concurrir toda la tradición dramática del norte global. Por supuesto, en esa emoción elaborada como filigrana desde la música hasta la fotografía cabe todo el público que haya sido construido en esa tradición judeocristiana. 

Gandalf, fundamentalmente resucitado al tercer día de sacrificarse por el mundo, regresa para guiar a sus apóstoles que están extraviados, que incluso han llegado perder la fe. Mientras tanto, Frodo, el más débil de los hobbits (el más débil de los débiles), se encamina hacia el fuego para purgar su tentación, sus pecados, sus deseos demoniacos, con la compañía constante de su conciencia en Sam y de su perversión misma en el Gollum (Andy Serkis), quien lo aterra y lo seduce, básicamente en la misma medida que Sam, el sempiterno ente paternal que lo cuida y es su siervo. También Aragorn muere y revive, lanzando al aire una virilidad que en su propia potencia sexual convoca su propia salvación desde el espíritu de Arwen (Liv Tyler), la princesa elfa, y tiene a la dama que lo espera con un amor ya abnegado en Eowyn, (Miranda Otto), quien bien podría ser quien extendiera su especie entre la especie de los humanos. Todo está encaminado para que los viejos sabios patriarcales encumbren a los nuevos reyes, a los nuevos patriarcas, a los nuevos emperadores del mundo conservado de la oscuridad deforme de Saruman (Cristopher Lee) y su ejército de orcos salvajes. Solo falta el trance final para que los héroes se consagren en sus propias heridas que se hacen cicatrices que serán adoradas por el mundo. 


jueves, 21 de agosto de 2025

El anillo convocante de ‘El Señor de los Anillos: La Comunidad del Anillo’ y el viaje del héroe de Peter Jackson


Apenas empezando el siglo, la imagen de un grupo de personajes entre fantásticos y medievales, encumbrándose en una montaña, atrajo la atención de millones con respecto a la invitación a ese viaje trascendente de esos héroes que fijaban la mirada en un horizonte que los espectadores aún no conocían. Era el tráiler de ‘El Señor de los Anillos: La Comunidad del Anillo’ (2001), la primera película de la trilogía sobre la adaptación del clásico de la literatura fantástica de J.R.R. Tolkien, a cargo del neozelandés Peter Jackson. Se trata de la primera saga cinematográfica corporativa en el nuevo siglo. La historia describe por enésima vez el clásico viaje del héroe de la más antigua tradición narrativa occidental. Frodo Baggins (Eliaj Wood), hobbit de linaje de estudiosos y creativos, asume la misión de destruir el extraordinario anillo de poder mediante el cual Saurón, el espíritu diabólico mismo, canaliza toda su fuerza para controlar el mundo. En la misión, lo acompañarán representantes de cada comunidad que se resiste, incluyendo a Gandalf (Ian McKellen), el mago; Aragorn (Vigo Mortensen), el Rey prometido; Légolas (Orlando Bloom), el príncipe elfo; Boromir (Sean Bean), el primogénito del rey, Gimli (John Rhyes-Davies), el último de los enanos y sus camaradas hobbits, encabezados por el leal Sam (Sean Astin), además de Merry (Dominic Monaghan) y Pippin (Billy Boyd). 

Jackson empieza a entrelazar toda una serie de relatos que son parte de la gran historia del mundo de Tolkien. Los teje todavía desde unos recursos voluntariamente artesanales hasta donde tiene margen de hacerlo. Todo está construido con gran minuciosidad en cada instante, en cada detalle, en el ensamble completo de uno y otro recurso, para construir una trama pero también para sumar impacto emocional a cada paso. Ni el mundo de Tolkien ni el de Jackson parten de una auténtica originalidad, sino que recaban todo lo que es posible en tradiciones narrativas europeas, de todo tipo de pueblos, y de una estructura medieval que incluso puede acercarse a las referencias históricas verídicas. Frodo, estrictamente sobre la tradición narrativa del viaje del héroe, emerge de la clase más popular, de una comarca pacífica, y está destinado a salvar el mundo, como cualquier redentor que pueda venir a la mente. Constantemente, los personajes evocan un pasado glorioso de magnificencia y belleza. Unos tiempos que parecen verse amenazados por los acontecimientos de un mundo en el que la expansión de la oscuridad parece inminente. Por esto, todo se refiere constantemente a unos principios rectores, a un orden que es necesario conservar, en el que todos estos personajes han encontrado la dicha, en unas jerarquías y unos grupos bien definidos. 

En la adaptación cinematográfica, Jackson introduce estos momentos de poesía épica y de añoranza en medio de la agitación inevitable que el destino depara para Frodo, y en la mancomunidad que emerge en la situación extrema de defensa del orden establecido, es posible alinearse con ese simple propósito de proteger el mundo que han conocido. Constantemente se percibe una sensación de nostalgia con respecto al pasado y de anhelo de restitución completa de aquel mundo hacia el futuro. Por lo tanto, el presente que confronta a los personajes con un camino lleno de espinas de las cuales tendrán que librarse. Así es como todo un ejército oscuro, dominado por la fealdad, por la maldad, por la podredumbre, se plantea como el enemigo. Como el caos más profundo que amenaza con destruir la calma de los hobbits en la comarca, de los elfos en la contemplación de su propia belleza y de los hombres en la hegemonía de sus reinos.