jueves, 21 de noviembre de 2024

La glaciación cotidiana de ‘El séptimo continente’ y la autodestrucción sistémica de Michael Haneke


La carrera de Michael Haneke, el director austriaco crucial en la historia del cine mundial los últimos cuarenta años, tuvo un origen especialmente particular, desde los terrenos siempre en la rica escuela de la televisión cultural alemana, en donde se formó como director desde el internamiento profundo en la dramaturgia y el montaje, en los guiones y en la edición, lo cual sin duda determinó buena parte de la gran potencia de su estilo; de la inmensa eficiencia de su cine. Esto derivó en una ópera prima providencial: ‘El séptimo continente’ (1989), la primera pieza de una trilogía que exploraba el vacío extraordinario en la existencia de la vida moderna, en la tierra gélida de una modernidad ascendente en las sociedades europeas, con la consecuencia de destrozar profundamente el alma, el sentido, el fuego. Se llamó la “trilogía de la glaciación”. En ‘El séptimo continente’, Haneke nos inserta en la cotidianidad de una pequeña y joven familia, la de Georg (Dieter Berner), Anna  (Birgitt Doll) y la pequeña Eva (Leni Tanzer), quienes se aferran a los automatismos infinitos de la vida moderna, entre la cotidianidad, la tecnología casera y los reportes epistolares, ocultando un vacío asesino que los consume gradualmente con la inercia de la autodestrucción. 

Haneke nos introduce en la maquinaria cotidiana y aceitada de una familia perfecta, ideal, en las interacciones, en la programación, en el engranaje, en la imagen, en cada paso para dar. Para llevarnos a ese ritmo preciso que poco a poco se hace demoniaco, Haneke puntualiza en inserts detallistas, en primeros planos de autómatas que poco a poco se van resquebrajando. Las máquinas se encienden, se mueven, como si fueran capaces de sostener la vida entera, pero muy pronto se desconectan, los sentidos fallan, la pose se hace insostenible. Ya cuesta mirar, ya cuesta comer, ya cuesta esperar, ya cuesta continuar. De repente, en medio de la oscuridad de una noche implacable en la que se respira el aire denso de la melancolía, la familia en pleno se encuentra con la muerte, con la tragedia más azarosa, y la convulsión de ese encuentro despedaza todos sus esquemas, hasta que la maquinaria prodigiosa se derrumba gradualmente y entonces se abre paso una autodestrucción imparable, repleta de la urgencia por terminar el sufrimiento, por culminar un sinsentido insoportable. Haneke trae a aquella modernidad la laceración propia de Bergman cuando se aferra al existencialismo, cuando no encuentra la fe necesaria para poder ponerse en pie cuando suena el reloj despertador. También está presente la brutalidad trágica de Dreyer, con acontecimientos en los que de repente se hace presente un misterio aterrador, en el cual todo se contamina por una pesadumbre que jamás vuelve a irse, que nunca más deja de contaminar el aire. 

La observación social de Haneke es fundamentalmente aterradora y deja entrever el desentrañamiento consecuente de un modelo de mundo en el que de repente el mundo material copa todos los escenarios de la existencia. Haneke prevé una fatalidad en un sistema que se aferra a una superficialidad interminable, en un mundo de palpitaciones propias de una maquinaria criminal, en medio de una auténtica prisión. Así es como las máquinas parecen la nueva extensión del escenario metafórico del infierno en la tierra del que hablaba Kafka en ‘El Proceso’ y que extraordinariamente supo reproducir Welles, pero aquí más allá de las interminables oficinas burocráticas y ahora en la repetición interminable del mismo día, de un materialismo omnipresente, que no es capaz a fin de cuentas de cubrir las carencias de un alma vacía, de una existencia llena de terrores que son siempre el reflejo de una vida extensamente alienada. 


jueves, 7 de noviembre de 2024

La crueldad profunda de ‘La niña en la piedra’ y la tierra envenenada de Maryse Sistach y José Buil


La violencia trascendente de la trilogía de la crueldad, de Maryse Sistach y José Buil, que retrata en muchos escenarios diferentes las incidencias violentas y dolorosas de una sociedad crítica, cerró su discurso fuera del marco urbano, en las distancias considerables del mundo rural, en donde todo es igual pero todo es diferente. Donde la sociedad gira en torno a necesidades diferentes, pero impulsada por unas pulsiones que son las mismas de un instinto fundamentalmente inevitable. La película del cierre es ‘La niña en la piedra’ (2006), que reúne en la dirección a la pareja Systach-Buil, que había dirigido cada uno alguna de las dos películas anteriores de la trilogía. Esta tercera entrega la historia se centra en Gabino (Gabino Rodríguez), un joven crecido en la secundaria, quien por una parte encuentra una pieza prehispánica en el pantano junto a su padre Amadeo (Silverio Palacios) y por otra parte intenta incansablemente conquistar a su compañera Mati (Sofía Espinosa), ya de cabeza en el acoso, mientras lidia con la presión violenta de su riesgoso grupo de compañeros matoneadores y violentos, encabezados por Delfino (Ricardo Polanco), quien está en las puertas de adentrarse en el abismo del narcotráfico. En ese caldo de cultivo poco a poco va creciendo la maraña de la tragedia en este entorno agreste. 

Systach y Buil cuidan muy delicadamente la transversalidad de su trilogía, permeada por la violencia, especialmente hacia las mujeres, y por jóvenes inmersos en un conflicto social siempre estructural, en el abandono absoluto, con la única herramienta de su escasa experiencia, de una intuición aún desprovista de criterio, sometidos a la fuerza violenta de una naturaleza humana que los arrastra a cada instante. En medio de la densidad de este territorio, muchas veces la vista se hace nublada, se cubre del velo de una ignorancia contrastada por unos deseos especialmente violentos, desde la sexualidad hasta el posicionamiento en un grupo esencialmente silvestre. Por momentos viene a la menta ‘La Ciénaga’, el ya clásico latinoamericano extraordinario y lacerante de Lucrecia Martel, que también flota en ese aire venenoso, que termina por nublar la razón, hasta llevar a los protagonistas a una locura incontenible, que multiplica los errores trágicos en medio de la noche y las aguas estancadas y dolorosas. Nuevamente se percibe una sociedad múltiple, pero inconexa, atravesada por una lucha violenta por sobrevivir en ese entorno, lleno de retos psicológicos y de la necesidad constante de conservar mínimamente la dignidad. Gabino parece un niño constantemente embotado, distraído, repleto de asombros, a pesar de parecer algo mayor que sus compañeros, y la obsesión profunda que cría dentro de él, con respecto a Mati, poco a poco lo va impulsando a convertirse en un monstruo, en un depredador, desde la absoluta incapacidad de imaginarse una vida sin esa mujer, desde la incapacidad absoluta de comprender la negativa y el rechazo. Una incapacidad que es como una tara, como el mal que se cuece en sus entrañas. 

Todo el escenario de ‘La niña en la piedra’ es como un ecosistema que ha crecido sin ningún fin, como la maleza. En el fondo es igual que ‘Perfume de violetas’ y ‘Manos libres’, en cuanto a que respiran siempre por heridas dolorosas que siempre se sienten factibles en cualquier esquina, en cualquier punto, especialmente en México y muy probablemente en toda Latinoamérica. Desde esa perspectiva, crecen auténticas tragedias en las que mueren jóvenes cubiertos por el ensueño, en la violencia, que desde su muerte se proyectan esencialmente como nuevos santos porque tienen una moraleja; por una leyenda que se erige para hacerse idealmente didáctica.  


jueves, 31 de octubre de 2024

La crueldad inconsciente de ‘Manos libres’ y la vida extraviada de José Buil


Tras la gran notoriedad que llegó a alcanzar ‘Perfume de violetas’, la trilogía de Maryse Sistach continúo con ‘Manos libres’ (2005), en la que ella se adentró en la producción y el diseño de producción, mientras que su esposo, José Buil, fue el autor principal en el guion y en la dirección. El origen de esta película parte de una tragedia terrible. La única hija de la pareja, Pía Buil Sistach, fue asesinada en un atropellamiento en las calles de la Ciudad de México. Pía le contó a su padre la historia de unos jóvenes que habían simulado un secuestro para extorsionar al padre de unas jóvenes y así sacarles una fortuna. De esa anécdota parte ‘Manos libres’, que específicamente cuenta la historia de Marcelo (Luis Gerardo Méndez) y Axel (José Carlos Femat), quienes en su plan de simulación de un secuestro para ejecutar una extorsión, abordan en el cine a Bety (Ana Paula Corpus), para grabar su voz como prueba de supervivencia e incomunicarla por unas horas para conseguir que Rodrigo (Alejandro Calva), su padre, para que pague la supuesta liberación en el transcurso de unas pocas horas. Por supuesto, los jóvenes inexpertos en el crimen no pueden consolidar todos los detalles y todo deriva en un desenlace tan caótico como aterrador. 

La segunda película de la “trilogía de la crueldad” se mueve hacia otra clase social y se traslada en su centro de la dupla de mujeres adolescentes a la de los universitarios pudientes pero extraviados. Aquí también hay un abandono consistente y una cercanía que se da para soñar con los placeres, con los lujos, con un materialismo vulgar. Marcelo y Axel no consideran que necesiten atravesar el camino que la sociedad dice en teoría que deben cruzar para revolverse en las mieles de las comodidades y los placeres. Dotados con una buena cantidad de celulares de calidad para la época, se sienten en la capacidad de estructurar toda una estratagema para simular un secuestro que fácilmente se convierta en una extorsión eficiente que les dé una fortuna considerable para relamerse los bigotes de cocaína, con mujeres y coches lujosos. A pesar de no contar con los aciertos extraordinarios de ‘Perfume de violetas’ en el trazado de todo un escenario que para las protagonistas es aplastante, en ‘Manos libres’, casi todo está atravesado por la noche, por una oscuridad que se percibe de fondo triste, como se refleja en el completo extravío vital de estos dos protagonistas. Por otra parte, también está retratado un padre de esos que es capaz de untarse de todo lo que sea necesario para mantener un escenario de vida completamente falso, de absoluta apariencia, tanto para él como para su familia, con las angustias casi mortales de no poder seguirlo sustentando y finalmente ser aniquilado por unos compromisos tenebrosos para mostrarse como pretende mostrarse. 

Aunque la película escasea demasiado de recursos formales, es capaz de mantener consistentemente una trama que si bien no es del todo funcional en términos dramáticos, es capaz de ser ilustrativa en lo que se refiere a la violencia, la crueldad propia de la deshumanización y los interminables riesgos a los que se enfrentan en ese mundo los jóvenes y muy especialmente las mujeres, que a fin de cuentas, por una vía o por otra, terminan siendo el objeto de una y otra cosificación por el placer y el beneficio de algunos. A fin de cuentas, es una película que es capaz de extender la valiosa observación social sobre una crisis estructural y, lo más importante de todo, con el sustrato de un dolor inimaginable. 


jueves, 24 de octubre de 2024

La crueldad violenta de ‘Perfume de violetas’ y la sociedad condenada de Maryse Sistach


El cine social, arraigado en las profundidades del carácter documental, incisivo en el realismo y mayoritariamente en la densidad de las grandes ciudades, ha sido un tópico recurrente en Latinoamérica, y México sin duda no ha sido la excepción. En ese sentido, ‘Los olvidados’ (1950), el clásico paradigmático de Luis Buñuel, es una referencia imprescindible para comprender el asunto estructural relativo a la laceración social del cual emerge todo esto que podría considerarse con argumentos como un espacio temático latinoamericano. En México, además de ‘Los olvidados’, la generación de autores de los años setenta y ochenta, entre los cuales se puede mencionar especialmente a Felipe Cazals y Jorge Fons, dieron cuenta en varias películas de esta transversalidad en la sociedad. En el caso de Cazals con la llamada “trilogía de la violencia” y en el de Fons con películas como ‘Los cachorros’ (1973) y ‘Rojo amanecer’ (1989). En el despertar del siglo XXI, Maryse Sistach instaló otra de esas secuencias de obras, en forma de trilogía, que dan cuenta de la inmensa violencia que se sufre sin pausa en medio de la marginación, muy específicamente en el caso de las mujeres. Este caso se da fundamentalmente en la primera entrega de la “trilogía de la crueldad” de Sistach, ‘Perfume de violetas’ (2001), que cuenta la tragedia de Yessica (Ximena Ayala), una adolescente en el fondo de la marginación, quien entra a una nueva escuela secundaria y conoce a Miriam (Nancy Gutiérrez), quien se convierte en la única persona de todo su entorno con la que puede compartir algo de afecto. Sin embargo, las inmensas adversidades estructurales poco a poco van envenenando su dicha hasta llevar a las dos jóvenes a un fondo de tal crueldad que es casi insospechado. 

Sistach utiliza a sus personajes para trazar todo un mapa urbano de la marginación. En ese trazo está la escuela, la casa, el transporte urbano, la calle, y ahí emergen personajes como las madres, los compañeros, las compañeras, los amigotes, las amigas. Es un mundo completamente anárquico, sin patrones, con escaleras, rejas, callejones, oscuridades, bullicio, cemento y colores lavados. Un hábitat agreste, polvoso, lleno de filos, de dientes, de amenazas, de riesgos, especialmente para las jóvenes, quienes parecen estar en la necesidad permanente de sacudirse de lo público para refugiarse en la privacidad compartida, que es el único lugar donde el se puede sentir la calma, el silencio, aunque sea imposible mantenerlo por su propia condición de marginación, de una segregación profundamente violenta. Yessica esencialmente es una niña, en una fase infantil en la cual todavía es presa de la fascinación de la observación, de la percepción, del contacto con el mundo. Sin embargo, en el aire propio de este escenario se respira un aire venenoso, colmado de un odio profundo, de una violencia en la que la supervivencia se contamina por una ambición incisiva. Ahí es donde potencialmente surge el robo, la violación, la muerte, el dolor, el crimen, en el caldo de cultivo de una sociedad olvidada, que está determinada en un estado de vigilancia, de precaución, de una crueldad que se da naturalmente en ese terreno fértil. 

‘Perfume de violetas’ no se desprende del todo de un melodrama televisivo del cual debe desprenderse no porque ese melodrama no sea digno o significativo, sino que instalada en la tragedia la película es capaz de penetrar unas aristas extraordinarias, y cada uno de los detalles de la imagen, esa pausa sobre las reacciones propias de las emociones intensas, se convierte entonces en un instante memorable, que abre la perspectiva de par en par con respecto a la intensidad de un dolor que fácilmente enloquecería a cualquiera. 


jueves, 17 de octubre de 2024

La caballería melancólica de ‘Río Grande’ y el camino doloroso de John Ford


La ascendencia de John Ford sobre el western fue tal que prácticamente definió las convenciones del género al interior del sistema hollywoodense y, de paso, también terminó por redactar la historia fundacional de un país extraviado en las definiciones sobre sí mismo. La trilogía de la caballería de Ford es parte esencial de un relato que se montó sobre la inmensa silla de montar de Hollywood, con el objeto de construir una memoria específica sobre la cual edificar el mito del gigantesco imperio del siglo XX. Sin embargo, los mitos también dejan entrever la esencia de inmensas penas o de gigantescos crímenes, todo ello atravesado por una complejidad propia de una condición humana que en las adversidades de la violencia se nutre de unas emociones siempre intensas. Tras la profunda distancia que había alcanzado con ‘Fort Apache’ y ‘She wore a yellow ribbon’, en el trazado de la caballería como fuerza colonial y aún conquistadora de un extenso territorio, Ford cerró el tríptico con ‘Río Grande’ (1950), en donde culmina la exploración de esta estructura con una revisión de los avatares propios del orden marcial y del dolor inevitable de la violencia en una guerra esencialmente de exterminio contra las bravas tribus indígenas de las extensiones norteamericanas. El teniente coronel Kirby Yorke (otra vez John Wayne) está esperando intensamente la autorización para cruzar la indomable frontera entre Estados Unidos y México para cazar las beligerantes tribus apaches, mientras en esa espera se presenta frente a él su hijo Jeff Yorke (Claude Jarman Jr.), quien carga consigo la derrota en otro fuerte. Detrás del joven llega la señora Kathleen Yorke (Maureen O’Hara), dispuesta a sacar a su hijo de ese contexto y confrontándose con su esposo por las diferencias frente al anquilosamiento del régimen de la caballería. En ese contexto, las urgencias de la violencia misma se confronta con el amor y las tareas derivan en una observación siempre melancólica sobre las tareas y las obligaciones. 

En ‘Río Grande’, Ford elabora especialmente un tono melancólico extenso, en toda una colección de instantes en los cuales se respira una esencia incluso trascendente en los escenarios desérticos, desde las simples canciones que anhelan o que evocan hasta la observación abismal de la muerte, pasando por la sensación de ese inmenso peso que recae en la obligación patriótica de arriesgar la vida en la confrontación misma de la guerra. Las ya instaladas postales de Monument Valley están permeadas por un blanco y negro más oscuro y menos contrastado, en donde se siente el agotamiento, el desgaste de una tarea realizada mil veces, de un tiempo que transcurre ya con el peso de una muerte cada vez más frecuente, entre los jinetes de la caballería y los de las bravas tribus indígenas. En medio está situada la familia Yorke, que internamente parece preguntarse cada vez más sobre las prioridades, aquellas determinadas especialmente por el amor, por los vínculos profundos de los afectos filiales. Con un Wayne especialmente contemplativo, Ford deja ver esta vez al cowboy institucional de la caballería mucho menos convencido de los objetivos de su tarea y en el dilema construido en oposición con el bienestar de su familia. Es a fin de cuentas el resquebrajamiento propio del soldado que termina por tomar conciencia de una profunda inutilidad en su tarea, algo que sucede en todas las épocas y los contextos. Sin embargo, el elemento mismo de la familia, en lugar de plantear aquella ruptura del teniente coronel con sus tareas, termina a fin de cuentas por reforzar la misma esencia del mito fundacional del western, en donde suele habitar tradicionalmente la idea conservadora de la patria y la familia. 


jueves, 3 de octubre de 2024

La caballería conservadora de ‘She wore a yellow ribbon’ y el Oeste mitológico de John Ford


La trilogía de la caballería de John Ford es una pieza fundamental en el relato fundacional que Estados Unidos ha tenido que contarse a sí mismo reiteradamente para construir su identidad en un país esencialmente construido por migrantes. Desde la inmensa influencia sociocultural de Hollywood, el imaginario del Oeste como escenario de la fundación de Estados Unidos tuvo en Ford un elemento clave para la consolidación de esa narrativa. Después de ‘Fort Apache’ (1948), en su disertación sobre la caballería, la fuerza armada colonialista que ocupó el territorio para consolidar al país, John Ford se decidió por el color para pintar un auténtico fresco sobre el célebre Monument Valley, de la mano del fotógrafo Winton C. Hoch, poniendo en el centro a Nathan Brittles (John Wayne), un capitán de caballería que está a un paso del retiro, cuando es designado directamente para repeler una arremetida de los Cheyenne en la región. Brittles, repleto de mecánicas en su tarea, con la experiencia simple del tiempo y una parte de amargura por la falta de reconocimiento, tiene entonces la oportunidad para ser finalmente el héroe que siempre pretendió ser. 

La segunda entrega de la saga de la caballería fordiana es especialmente conservadora en la defensa de los valores tradicionales del orden marcial, en un reclamo permanente por el reconocimiento para quienes estuvieron al frente en el campo de batalla, por su estatus de héroes. Esta aproximación ya se había construido en ‘Fort Apache’, pero aquí se eleva decididamente al nivel de demanda histórica. También se construye una distancia incluso crítica con los indígenas, quienes son ahora mucho más brutales, conservando sin embargo el margen para que exista la negociación política en medio de la guerra. Esta exacerbación insistente de Ford es tan notoria que está al borde de desligarse de lo institucional, como un alegato reaccionario decididamente, y apenas sobre el final, como si las advertencias hubieran sido atendidas, el mítico vaquero de Wayne, aquí el capitán de caballería, vuelve al cauce del orden. Aquí, Ford se lanza más decididamente al campo de batalla y los caballos veloces, barridos en la pantalla, tienen como fondo un escenario deslumbrante: el del naranja vibrante de Monument Valley, con los ahora célebres horizontes fordianos, y la luz que avanza extraordinaria trazando cada uno de los instantes del día, cruzando los amaneceres, el cénit y los ocasos. Un escenario extenso, colmado de una atmósfera trascendente, como las riberas del Nilo o las del Ganges. Como aquel en el que se representaron las tragedias, las comedias, las farsas, los melodramas y las epopeyas de las Antigua Grecia. Como aquellos territorios donde revivieron las máscaras en el cine de Fellini, que nuevamente hizo desérticas las plazas por las cuales cruzó toda Roma. En esas pretensiones de Estados Unidos, a través de la mirada potente de Ford, surge el desierto muy especialmente en ‘She wore a yellow ribbon’, con el romance siempre en el centro, pero con una agitación permanente y violenta, en una conquista esencialmente sangrienta. 

En el punto de máximo encumbramiento de Estados Unidos, tras la pesca abundante en lo geopolítico y económico después de la Segunda Guerra Mundial, en el vestíbulo de la Guerra Fría, Ford trazaba con las dos primeras películas de su trilogía de la caballería todo un manifiesto cinematográfico, desde el cowboy hasta el western completo, desde el relato fundacional hasta el relato institucional, en la elaboración de una identidad dispersa, concentrada ahora en una élite específica, especialmente útil para la penetración cultural que Hollywood estaba por emprender en cada rincón del mundo, como industria y como herramienta ideológica extensa. 


jueves, 26 de septiembre de 2024

La caballería comunitaria de ‘Fort Apache’ y el costumbrismo marcial de John Ford


En la constitución fundamental de la mitología cinematográfica estadounidense, sobre la estructura descomunal del Hollywood clásico, no existió un cineasta más trascendente que John Ford. El máximo exponente del western en el cine construyó con su filmografía un sustento inédito para la siempre extraviada identidad nacional de Estados Unidos, recabando en las travesías y asentamientos coloniales de los vaqueros que arrearon el ganado y los peregrinos que formaron los asentamientos que progresivamente conquistaron y poblaron un inmenso territorio. En una larga trayectoria, desde los años treinta hasta los años sesenta, el legado de Ford trazó un mapa que seguirían muchos de los autores del cine estadounidense, inclusive las subsecuentes generaciones desde el Nuevo Hollywood. En lo que al western se refiere, después del auténtico hito que marcó ‘La Diligencia’ (1939) y una década repleta de clásicos con la firma de Ford, que incluyó títulos como ‘Las uvas de la ira’ (1940), ‘¡Qué verde era mi valle!’ (1941) y ‘Mi adorable Clementine’ (1946), el padre del Western en el cine lanzó toda una trilogía sobre la caballería, la división del ejército que en el siglo XIX controlaba las extensiones territoriales especialmente en las regiones más desérticas y rocosas en la adversidad con los resistentes pueblos indígenas. La primera película de la trilogía es ‘Fort Apache’ (1948), que narra los acontecimientos que se derivan de la remisión del héroe de guerra Teniente Coronel Owen Thursday (Henry Fonda), quien a regañadientes debe hacerse cargo del Fuerte Apache, en donde choca fuertemente en la confrontación de su perspectiva con los las tribus indígenas, justo en medio de la disputa de las Guerras Apaches. 

Con el respaldo de un elenco amplio y suficiente, que incluye a Henry Fonda, John Wayne, Shirley Temple, George O’Brien, Ward Bond e incluso estelares del Cine de Oro Mexicano, como Pedro Armendáriz y Miguel Inclán, Ford construye un soporte esencialmente coral, en el cual teje una pequeña comunidad cohesionada en torno al fuerte de caballería, llena de pinceladas sobre las costumbres y en general la forma de vida de una sociedad profundamente tradicional y bucólica, relacionada en pequeñas celebraciones como la serenata, el baile, la comida y la cantina, entre otros gestos que por su simpleza pueden cautivar, a pesar del conservadurismo de su fondo marcial. Poco a poco, las confrontaciones entre los vaqueros de este western, lanzados a diferentes bandos por la incidencia del clasista y recalcitrante Thursday, que encuentra resistencia en el Capitán York (John Wayne), todavía en la rebeldía respetuosa de la subordinación, moviendo los hilos con lo que le permite su rango, hasta que pronto todo se traslada a la espectacularidad todavía vigente de unas inmensas batallas campales sobre el fondo pictórico de las extensiones desérticas estadounidenses, tan característico de Ford como consolidado sello de estilo, emulando la obra de pintores clásicos que atestiguaron esta época en Estados Unidos como Thomas Moran, Albert Bierstadt y Thomas Hill, con el talento legendario en este contexto del cinefotógrafo Archie Stout. 

‘Fort Apache’ logra sumar una amplia gama de valores. Lanza una trilogía que en su perspectiva completa definirá y sustentará en buena medida el western hacia el futuro de Hollywood, como la sólida anilla de la que se amarran los caballos. También hace toda una crónica de aquellas pequeñas comunidades que se construían en torno a los fuertes de caballería en el Estados Unidos del siglo XIX. Y, por supuesto, en el contraste cultural más consciente con los grupos indígenas, deja entrever no solamente las complejidades propias de ese desarrollo colonial, entre el pensamiento liberal y el conservador, incluyendo por supuesto la propia perspectiva de Ford, que, por ejemplo, Cosiche (Miguel Inclán), el mítico líder apache, se expresa en español como si esa fuera su lengua nativa.