jueves, 25 de abril de 2024

La fantasía urbana de ‘El globo rojo’ y la magia infantil de Albert Lamorisse


En la observación retrospectiva de la historia del cine y su desarrollo natural como arte transversal en la extensión humana del siglo XX, surge como forma esencial el cortometraje, una expresión fundamental y consecuente con la experimentación, que resultó extraordinariamente eficiente también en el desarrollo mismo del lenguaje cinematográfico, de la naturaleza profunda de la imagen en movimiento. En esa cocción específica de pequeños y reveladores experimentos, el cine surgió en una alquimia natural que sirvió para que se demostrara a sí mismo sus amplísimos alcances. Más allá de ese origen fundacional, el cortometraje se ha mantenido como un formato sólido, que sigue siendo una alternativa funcional y valiosa para quienes se adentran en el oficio y el aprendizaje cinematográficos. Y por sí solo, se ha convertido en toda una fuente de auténticas obras históricas, como es el caso de ‘El globo rojo’ (1956), del director parisino Albert Lamorisse, quien establece una relación tan misteriosa como mágica entre un pequeño niño y un inmenso globo rojo, mientras atraviesa las calles históricas de una París que poco a poco se fue volviendo un recuerdo. 

En ‘El globo rojo’, Lamorisse construye una simbiosis misteriosa entre el niño y el globo, en una interacción que no está determinada en sus causas pero que se puede aceptar muy fácilmente en el código de lo fantástico y más especialmente en el propio reconocimiento del pensamiento infantil; en la memoria de nuestro propio pensamiento infantil. Existe una observación seria y profunda sobre la belleza, en el descubrimiento de mundo, sobre los objetos, y en la película esa observación se va dando naturalmente para el espectador también sobre la ciudad. Una ciudad que muchas veces el cine ha recorrido sobre los hombros históricos de realismo poético francés, en un viaje guiado por la mirada de grandes artistas como lo fueron Jean Renoir, René Clair o Jean Vigó, quienes sin duda establecieron esta apreciación poética sobre el mundo urbano de Francia. Una herencia que no solamente recogió Lamorisse, sino también Jacques Tati, entre otros. En la travesía de Pascal (Pascal Lamorisse, el hijo del director), constantemente nuestros ojos están posicionados en una perspectiva de auténtico privilegio sobre una ciudad que se percibe transformada por la gente misma, impactada además por una transformación inminente. Los niños, incluido el mismo Pascal en su aventura de ensoñación amorosa con su inmenso globo rojo y encantado, están integrados orgánicamente a ese paisaje, a ese escenario previo a un mundo mucho más homogéneo en las siguientes décadas. En los últimos instantes de un tejido naturalista en medio de la ciudad. 

Por supuesto, la película nos invita constantemente a observar desde una distancia que se da inevitable por el tiempo, por la edad, sobre esa infancia que es también nuestra propia infancia. Una memoria que se concentra muy especialmente en nuestra propia fascinación por a simpleza, por el brillo, por los colores, por la magia real, la que no emerge naturalmente de la esencia de las cosas. Ese tipo de pensamiento, que atraviesa el descubrimiento constante de la infancia, genera una conexión que constantemente es espiritual, y que en ‘El globo rojo’ está vinculada con la particularidad de la levedad, como lo razonaría con profundidad Ítalo Calvino. La magia infantil, esa mirada contemplativa y esencial que puede tener el cine, sobre la levedad y las formas, que también exploró Chaplin en la oficina misma de su dictador satírico, en una evasión de su tiranía en la oficina. El cuadro que compone Lamorisse constantemente, contrasta lo humano, en lo más íntimo de la fascinación, con el escenario social, el colectivo, a fin de cuentas como un espacio de auténtica resistencia emocional, directamente desde la imaginación. 


jueves, 18 de abril de 2024

El Cornetto apocalíptico de ‘The World’s End’ y la ciencia ficción cómica de Edgar Wright


Seis años después de ‘Hot Fuzz’ (2007), la segunda parte de la “trilogía Cornetto”, Edgar Wright había participado como guionista en la famosa colección ‘Grindhouse’ (2007) y había lanzado ‘Scott Pilgrim vs. The World’ (2010), uno de los títulos más celebrados de su filmografía. Ya muy bien posicionado como una voz de autor reconocible en el cine comercial, Wright cerró la “trilogía Cornetto” con ‘The World’s End’, para la cual volvió a reunir a la pareja irrompible de hermanos en “bromance”, interpretados por Simon Pegg y Nick Frost. ‘The Word’s End’ se centra en Gary King (Pegg), el líder de una vieja pandilla de Generación X, que en su soledad e incapacidad de adaptarse a cualquier camino en su vida, decide convocar a los viejos amigos de sus años más salvajes en la juventud, para completar el desquiciado recorrido por una serie de pubs, que en sus años nunca pudieron terminar. Lo que Gary no se esperaba era que fuese el único que no consiguió un lugar en el mundo capitalista. Sin embargo, en medio de la contrariedad, los viejos amigos se dan cuenta de que para salvar a su propio pueblo tienen que rescatar la humanidad de su propia amistad de antaño. 

En esta ocasión, Wright concentra completamente su película en un único personaje, en Gary King, encarnado por Simon Pegg, quien no solamente es la fuerza motora de este drama, sino que es el héroe caído en desgracia, que en la distopía característica de la ciencia ficción nuevamente se reacomoda, se readapta para convertirse nuevamente en el líder. El hombre que se hizo caótico vuelve a tener la posibilidad de estar al frente cuando el mundo progresivamente va hacia el caos. En la premisa de una extraordinaria aventura colectiva, que surge de un impulso lleno de nostalgia, poco a poco empieza a develarse una verdad estructural y conspirativa en la que la deshumanización se ha tomado la pequeña sociedad modelo del mundo. Pero también gradualmente esa sólida y atractiva base dramática se va derrumbando en la misma distopía, que se extiende y hace que los gags, característicos de la trilogía, empiecen a imponerse sobre la trama y el fondo de especulación social que hace parte como convención del género de la ciencia ficción. En las dos películas anteriores, las incidencias cómicas usualmente explosivas, por la vía de la acción física o de los diálogos agudos, la película logra atravesar mucho más limpia la tormenta del propio estilo de Wright. Sin embargo, aquí naufraga lentamente hasta el extravío absoluto, hasta ahogarse en su propio caldo, en su propia fórmula.

Sin embargo, el apocalipsis de Wright es un cierre coherente para su historia. La sensación, de cualquier manera, es la de que no queda más por hacer. De que todo se ha terminado. De que la historia de la amistad irrompible ha llegado a su fin. De que la saga de Wright no tiene más hacia dónde extenderse. Tal vez tenga que ver con que se ha terminado el tiempo para la comedia desenfrenada, al menos para aquella con la que Wright ha conseguido lanzarse al mundo, pero que poco a poco se extingue para su propia necesidad de expresar una condición británica que siempre respira en sus películas, que puede representar a su propia generación característica de la transición entre siglos y al mismo tiempo representante de una inmensa tradición cinematográfica enraizada entre la comedia y la farsa, en un inmenso panorama que se extiende más allá, pero con otras perspectivas, con otras necesidades expresivas que sin duda se mantendrían en la mirada de Wright, quien poco a poco empezaría a mirar más hacia el interior que hacia el exterior. 


jueves, 11 de abril de 2024

El Cornetto policiaco de ‘Hot Fuzz’ y el thriller cómico de Edgar Wright


Después de presentarse al mundo con ‘Shaun of the Dead’ (2004), la primera película de la trilogía del helado Cornetto, Edgar Wright tendría claro su camino, en términos genéricos y estilísticos. Sería para los milennials aquel desarmador de los géneros que tuvo cada generación de cineastas en el mundo anglosajón, con la influencia de una edición reactiva, propia de la influencia del MTV ochentero. Para extender el manto del “bromance” y la desmitificación de inicios del siglo XXI, Wright lanzó la segunda parte de la saga heladera con ‘Hot Fuzz’ (2007), en donde vuelve a poner en el centro a una pareja de amigos inseparables, la clásica del “gordo y el flaco”, esta vez con Nicholas Angel (Simon Pegg, de nuevo partícipe en la escritura), un agente de policía bien portado y legalista, al borde de lo esquemático, es trasladado a un pequeño pueblo de la provincia inglesa, en donde apenas hace buenas migas con Danny Butterman (otra vez Nick Frost), un policía borracho y hedonista, concentrado en las pequeñas dichas de la banalidad. Todo podría andar sin sobresaltos de no ser por una serie de brutales asesinatos que se desatan por todo el pueblo y frente a los cuales, por supuesto, el único interesado en resolverlos es el abnegado agente Angel. 

La película empieza con un narrador que recuerda inmediatamente las introducciones de las películas de los Monty Python, con la burla implícita a ese tono solemne tan propio de las galas de la Corona Británica, especialmente cuando esto consiste en desarmar el aparato policiaco y en buena medida, como poco a poco se va revelando, la aristocracia enquistada desde las pequeñas sociedades al interior de la isla. Las características estilísticas de Wright funcionan muy bien en ese relato de la sistemático que suele impregnar al orden. De esa rigidez propia de maquinaria, de cierta deshumanización implícita en las formas. Poco a poco van emergiendo personajes representativos de los diversos estamentos sociales: el dueño de la empresa más grande, el dueño del pub, el sacerdote y otros tantos aferrados a esos poderes diversos. Como en ‘Shaun of the Dead’, Wright también disecciona mucho del paisaje para trasladarlo a la nueva dinámica, la del thriller explosivo y abiertamente referencial de la amplia tradición de las parejas policiacas, especialmente aquellas mencionadas directamente en la película: ‘Point Break’ (1991) y ‘Bad Boys’ (1995), que funciona en la trama como auténtica gasolina para el “bromance”, que gira cada vez más en torno a esa cinefilia específica. 

Sin embargo, en esa inmersión progresiva y acelerada en la sátira, poco a poco la agitación va haciendo que se pierda poco a poco el control y que todo se vaya derrumbando poco a poco, a pesar de notables esfuerzos para mantener la estructura estricta que exige el mismo género del thriller. Entonces Wright encuentra que avanzar decididamente hacia la parodia de ‘Point Break’ y ‘Bad Boys’ es una buena forma de mantener en pie la cadencia ya de por sí caótica que toma el último tramo de la película. En ese esfuerzo, consigue además la posibilidad de elaborar un epílogo como para recoger los estragos del huracán que se terminó gestando, especialmente encaminado hacia establecer toda una resonancia con el final de ‘Shaun of the Dead’, en donde los héroes caminan por el nuevo mundo que han construido después de sobrevivir al antiguo. Con el “bromance” reacomodado a las nuevas condiciones, reconstruido en la nueva dinámica, con un par de hombres que han soportado el arrasamiento con base en sus propios juegos infantiles que no terminan nunca  y que a fin de cuentan también alimentan las ideas del mismo director, la tercera vértice del triángulo


jueves, 4 de abril de 2024

El Cornetto zombi de ‘Shaun of the Dead’ y el terror cómico de Edgar Wright


Sobre el inmenso mundo de la cultura pop anglosajona, el cine británico ha jugado un papel fundamental en un amplio espectro de géneros y de fusiones de géneros, desde la comedia hasta el melodrama, pasando por una observación constante y diversa sobre las fisuras de la estructura capitalista. En la primera década del siglo XX, Edgar Wright, sobre la inmensa tradición de la comedia inglesa, se presentó como un nuevo autor de la postmodernidad en el cine, en medio de un cine eminentemente comercial. Tras una larga experiencia en la televisión, Wright se posicionó en el imaginario milennial con su “trilogía Cornetto”, llamada así por la simple presencia de los conos de helado Cornetto en algún instante de cada una de las tres películas. La primera película de la trilogía, que de paso fue la que instaló a Edgar Wright en el panorama del cine mundial como una voz identificable, especialmente en la tradición de la comedia británica y la estética del videoclip en el cine, fue ‘Shaun of the Dead’ (2004), fundada en las grandes sagas de George A. Romero, el fundador del cine de zombis, con la clásica sátira británica. Shaun (Simon Pegg), un modesto vendedor de electrodomésticos, y Ed (Nick Frost), su hedonista compañero de departamento, decididamente entregado a la vagancia, son sacados de su rutina inamovible entre los videojuegos y las cervezas en el pub para afrontar una inmensa plaga zombi que los obliga a emprender toda una aventura disparatada de supervivencia. 

En el trasfondo de ‘Shaun of the Dead’, se respira una alienación penetrante. Aquella que anestesia a un par de personajes desarraigados del sistema con respecto a su entorno inmediato, a una urgencia descarnada en sus narices. Wright construye pronto la dinámica de un auténtico “bromance”, que es capaz de soportar incluso la crisis amorosa por la cual pasa Shaun. Una edición reactiva, representativa de una maquinación extensa, de movimientos perpetuos que reviven en el nuevo siglo las condenas sistemáticas de los personajes de Bresson y la furia social del Free Cinema, en el caldo de cultivo del auge de un cine inyectado por los videoclips. Mientras que Shaun y Ed se acomodan una y otra vez en los sofás y las bancas de la barra del bar, una plaga extraordinaria de muertos vivientes los acechan con tal lentitud hecha consciente que tardan en darse cuenta de la circunstancia. En esta premura descomunal, Shaun apenas puede reaccionar, en medio del apocalipsis, para rescatar a su círculo más cercano de afecto, que se va derrumbando ante sus ojos. Los medios de comunicación apenas cubren con banalidad la existencia de los monstruos aletargados. Desde la actualidad, la observación de la película se transforma con la existencia de la pandemia en la historia reciente, y esa perspectiva no solamente deja entrever el increíble absurdo del espectáculo de la hiperproducción incluso en medio del apocalipsis, de la muerte transversal. 

Los extraordinarios diálogos de Edgar Wright y del mismo Simon Pegg, el actor principal de la película, se circunscriben en la extraordinaria tradición fársica de Inglaterra, encabezada por los mismísimos Monty Python. En el fondo de la devastación y la emergencia, surgen los debates filosóficos y las observaciones obsesivas en medio de la lentitud exacerbada de los zombis hecha consciente, cuestionando la prisa a fin de cuentas. El encierro en el bar es una negación extrema, una necesidad imperiosa por abrazarse con fuerza al confort del placer inmediato, sin poderse sacar siquiera las ganas de sentirse pleno en medio del infierno mismo, mientras que la realidad acecha e invade cada espacio, sin poder escapar de ese mundo auténticamente caníbal.