En la observación retrospectiva de la historia del cine y su desarrollo natural como arte transversal en la extensión humana del siglo XX, surge como forma esencial el cortometraje, una expresión fundamental y consecuente con la experimentación, que resultó extraordinariamente eficiente también en el desarrollo mismo del lenguaje cinematográfico, de la naturaleza profunda de la imagen en movimiento. En esa cocción específica de pequeños y reveladores experimentos, el cine surgió en una alquimia natural que sirvió para que se demostrara a sí mismo sus amplísimos alcances. Más allá de ese origen fundacional, el cortometraje se ha mantenido como un formato sólido, que sigue siendo una alternativa funcional y valiosa para quienes se adentran en el oficio y el aprendizaje cinematográficos. Y por sí solo, se ha convertido en toda una fuente de auténticas obras históricas, como es el caso de ‘El globo rojo’ (1956), del director parisino Albert Lamorisse, quien establece una relación tan misteriosa como mágica entre un pequeño niño y un inmenso globo rojo, mientras atraviesa las calles históricas de una París que poco a poco se fue volviendo un recuerdo.
En ‘El globo rojo’, Lamorisse construye una simbiosis misteriosa entre el niño y el globo, en una interacción que no está determinada en sus causas pero que se puede aceptar muy fácilmente en el código de lo fantástico y más especialmente en el propio reconocimiento del pensamiento infantil; en la memoria de nuestro propio pensamiento infantil. Existe una observación seria y profunda sobre la belleza, en el descubrimiento de mundo, sobre los objetos, y en la película esa observación se va dando naturalmente para el espectador también sobre la ciudad. Una ciudad que muchas veces el cine ha recorrido sobre los hombros históricos de realismo poético francés, en un viaje guiado por la mirada de grandes artistas como lo fueron Jean Renoir, René Clair o Jean Vigó, quienes sin duda establecieron esta apreciación poética sobre el mundo urbano de Francia. Una herencia que no solamente recogió Lamorisse, sino también Jacques Tati, entre otros. En la travesía de Pascal (Pascal Lamorisse, el hijo del director), constantemente nuestros ojos están posicionados en una perspectiva de auténtico privilegio sobre una ciudad que se percibe transformada por la gente misma, impactada además por una transformación inminente. Los niños, incluido el mismo Pascal en su aventura de ensoñación amorosa con su inmenso globo rojo y encantado, están integrados orgánicamente a ese paisaje, a ese escenario previo a un mundo mucho más homogéneo en las siguientes décadas. En los últimos instantes de un tejido naturalista en medio de la ciudad.
Por supuesto, la película nos invita constantemente a observar desde una distancia que se da inevitable por el tiempo, por la edad, sobre esa infancia que es también nuestra propia infancia. Una memoria que se concentra muy especialmente en nuestra propia fascinación por a simpleza, por el brillo, por los colores, por la magia real, la que no emerge naturalmente de la esencia de las cosas. Ese tipo de pensamiento, que atraviesa el descubrimiento constante de la infancia, genera una conexión que constantemente es espiritual, y que en ‘El globo rojo’ está vinculada con la particularidad de la levedad, como lo razonaría con profundidad Ítalo Calvino. La magia infantil, esa mirada contemplativa y esencial que puede tener el cine, sobre la levedad y las formas, que también exploró Chaplin en la oficina misma de su dictador satírico, en una evasión de su tiranía en la oficina. El cuadro que compone Lamorisse constantemente, contrasta lo humano, en lo más íntimo de la fascinación, con el escenario social, el colectivo, a fin de cuentas como un espacio de auténtica resistencia emocional, directamente desde la imaginación.