jueves, 26 de octubre de 2023

La vida insatisfecha de ‘Madonna and Child’ y la conciencia crítica de Terence Davies

El segundo paso de Terence Davies en la trilogía fundacional de su filmografía fue con ‘Madonna and Child’ (1980), en donde nuevamente apostaba por el blanco y negro para profundizar en una poesía social y humanista que definiría considerablemente el sello de su propio estilo. Robert Tucker, el personaje alter ego que habría de representar su propia esencia con una valentía casi inédita en la historia del cine, continuaba su camino por un mundo adverso, en el que se enfrentaba extensamente a una sociedad definitivamente castrante para su propia naturaleza. En ‘Madonna and Child’, Davies nos planta en las circunstancias de un Robert (Terry 0’Sullivan) atribulado, con un empleo aburrido y mediocre, una madre envejecida que empieza a vislumbrar la muerte y, por si fuera poco, una sexualidad incontenible que choca de frente con los principios religiosos que han atormentado su vida desde la edad más temprana. El escenario constriñe con fuerza la humanidad misma de Robert, quien parece adentrarse en un mundo en el que en el fondo todo se agita con más fuerza, en la violencia, en las pesadillas, en la tortura de una marginación intensa, de un castigo permanente. 

Las observaciones de Robert dan un paso más hacia un fondo oscuro en el contexto del paisaje completo de la trilogía. El rostro de Robert se repite como una mancha blanca de la desesperación en medio de la oscuridad de las habitaciones estrechas de su casa, en las de la clandestinidad de su homosexualidad o en la de las pesadillas alimentadas por la culpa cultivada año tras año por la iglesia. En el fondo se levanta la arquitectura en transformación de la ciudad, y se mueve mientras Robert se para en el centro del ferry para atravesar el Mersey Side. En ‘Madonna and Child’, Davies parte de la referencia consistente que nos había dejado de su entorno infantil en ‘Children’ para avanzar hacia unas profundidades diferentes: las de su alma atormentada por la marginación, por el rigor inclemente de una sociedad aplastante, que no va a permitir en la práctica que pueda liberarse de unas ataduras extraordinariamente violentas. La religión, atravesando radicalmente la esencia del dolor de Robert, es un elemento de auténtica tortura, de control extensivo que Davies observa desde la humanidad poética de su alter ego. En ese tejido que parte de las inmensas vicisitudes que representan las circunstancias mismas de Robert Tucker, Davies construye una reflexión trascendental sobre la vida, sobre el amor, sobre la muerte, sobre la sociedad, sobre el espíritu. La cuestión de la libertad se puede percibir con claridad precisamente por su ausencia que hace que se proyecte en los deseos con una fuerza extraordinaria. 

Pocos cineastas han conseguido trazar el mapa completo de toda una sociedad, de todo un sistema, partiendo de una individualidad tan profunda. Davies se aleja de las grandes gestas de los héroes de Powell y Pressburger y, también lejos de los rebeldes furiosos del Free Cinema, le da un espacio significativo en occidente a los abandonados que si acaso eran tradicionales solo en la obra de los grandes maestros del cine japonés, aquellos que viajaban al fondo de los traumas de la bomba atómica. Terence Davies se refiere a otra devastación, una de la cual sería pionero en poner sobre la palestra: la de la marginación acumulada de quienes son funcionalmente cercenados en un mundo de arbitrariedad sistemática. Ese tratado lo convirtió en una línea a seguir cuando acumulaba dos películas repletas de auténtica poesía tan humanista e individual como social y colectiva. Los dos primeros pasos estaban dados y la senda sin duda alguna estaba trazada para que todo un artista de gran sensibilidad empezara a caminarla. 


jueves, 19 de octubre de 2023

La vida conmocionada de ‘Children’ y el lanzamiento autobiográfico de Terence Davies

El cine británico, especialmente el inglés, tuvo un proceso muy particular en medio de la extensa transformación del cine de Occidente mediando el siglo XX. La expansión de Hollywood, evidentemente más cómoda por las facilidades del idioma, y la pronta aparición de la televisión en esta región, le significaban a estos países todo un reto para conservar su cinematografía como un verdadero espacio de construcción artística. El proceso legendario de de The Archers, la trascendental asociación productora entre Michael Powell y Emeric Pressburger fue tal vez el más claro ejemplo de la consolidación de autores en medio del auge industrial. Antes de que diera inicio la década de los sesenta con su potente contracultura, en Inglaterra nació el Free Cinema al calor del crisol interdisciplinar del Angry Young Men y sin duda sembró una semilla de reivindicación de la clase obrera y de una generación de jóvenes ansiosos por instalar sus reclamos con respecto al orden estricto de una sociedad tradicionalmente conservadora. Esa influencia se extendió pronto en generaciones inmediatas, de las cuales forma parte muy importante Terence Davies, sin exageraciones ni ambages, uno de los más destacados poetas sociales en la historia del cine. Como la gran mayoría de cineastas, Davies también le dio inicio a su filmografía con los cortometrajes, pero en su caso se trató de cortometrajes especialmente influyentes y determinantes en el posicionamiento de sus intereses expresivos y de su estilo, con toda una trilogía de cortos y mediometrajes sobre Robert Tucker, el personaje que no es más ni menos que su alter ego en el surgimiento de este viaje tan poético como consciente con respecto a la sociedad misma. La primera película es ‘Children’ (1976), en la que Davies explora su infancia sobreviviendo al matoneo, el yugo de la escuela católica y la conmoción emocional de un padre violento y terminal. 

Desde el primer paso de su brillante filmografía, Davies da señales inmediatas de su estilo, con composiciones especialmente cuidadas y un trato preciso de la luz en interiores. Con un sonido que recrea el espacio fuera de campo y extiende las angustias, las ansiedades, incluso el horror en la vida de un niño que no alcanza a adaptarse, que observa la profundidad de las calles y los lugares con una conmoción inexplotada, con la contención propia de los traumas, mientras percibe con inquietud los primeros signos de su orientación sexual, de su sexualidad completa, de su homosexualidad, en medio de un entorno de opresión, que espera por la más mínima señal para que le lluevan manotazos del matoneo o reglazos de verdadera tortura en la palma de sus manos extendidas. Sin embargo, en medio de esa inmensa melancolía, Robert Trucker (Phillip Mawdsley) también siente intensamente el auge de su instinto poético, que vive en su curiosidad, en su tacto, en su sensibilidad aguda. Así lo recuerda desde el futuro el Robert ya derribado por el sistema (Robin Hooper), quien repite en voz alta las palabras que seguramente pasaban por la mente del niño atribulado, mientras visita al psicólogo con quien intenta excavar en su memoria rocosa para poderse reponer con la mínima solvencia mental para seguir sobreviviendo. En los orígenes de una clase profundamente obrera, atravesada por el control sistemático de diversos poderes permeados siempre por el catolicismo, Davies ofrece la poesía de una mirada acogedora aún en los espacios inmensos de las antiguos salones institucionales o en los reducidos cuartos meticulosos de la intimidad en donde se disparaba la violencia psicológica con la dominación plena. Este es el punto de partida de una trilogía iniciática desde todas las perspectivas y también el de un viaje de exploración valiente a las profundidades de un extraordinario artista.  


jueves, 5 de octubre de 2023

La jaula de la identidad de ‘El rostro de la medusa’ y el cuestionamiento del esquema de Melisa Liebenthal



En la sociedad existen algunos cánones intocables, que suelen ser incuestionables en sus cimientos, y que funcionan como el impulso fundamental de diferentes disciplinas en el pensamiento racional, especialmente en el académico. El culto por la identidad impulsa decididamente muchos de los fundamentos de cualquier sociedad, pues permite construir toda una filosofía en torno al individuo y estructurar una serie de principios que al menos en teoría facilitan la vida en la sociedad. El cine, como vehículo potente de representación, es capaz de cuestionar cualquier tipo de dogma en la normalidad misma. El cine latinoamericano lo ha hecho en incontables ocasiones, como una respuesta normal al inmenso colonialismo con el que ha cargado siempre sobre la espalda. La película argentina ‘El rostro de la medusa’, de la directora Melisa Liebenthal, toca de forma novedosa y concisa el asunto de la identidad, cuestiona el dogma con el vigor propio de un lenguaje cinematográfico ya crecido, fuerte en sus herramientas. Marina (Rocío Stellato), una joven profesora universitaria, despierta un día con un rostro completamente diferente. No se trata de un cambio en sus facciones, como lo sería el síntoma de alguna enfermedad, sino el cambio completo de todo su rostro por otro totalmente nuevo. Marina se enfrenta primero a su propio impacto emocional, pero sobre todo a la pérdida de un rostro que ha representado para ella misma su reconocimiento sistemático en la sociedad. Sin embargo, gradualmente la pérdida empieza a percibirse como un hallazgo, como un descubrimiento que implica una revelación liberadora. 

Liebenthal construye un auténtico esquema de las pulsiones extendidas de Marina frente a una circunstancia extraordinaria, en los terrenos mismos de una fantasía en la cual el insecto kafkiano no se queda para siempre como una desgracia, sino que, visto desde auténticos nuevos ojos, excava un nuevo territorio, hace todo un descubrimiento antropológico en el cual la identidad es una atadura, una auténtica prisión como aquella de los animales salvajes en los límites estrictos del zoológico, sometidos a la cómoda manipulación de los humanos. Esa imágenes de gorilas, tigres, pericos, orangutanes y por supuesto medusas, se repiten constantemente mientras están dominadas cruelmente por los antojos rayanos en la vulgaridad de quienes los observan en su magnificencia interminable. El sonido de Lucas Larriera y Marlene Vinacur, con el aporte en la música de Inés Copertino, construye un espacio diverso, un lugar en el que vive solamente la perspectiva de Marina. Las gráficas constantes de la fisionomía propia de los rostros, de los rasgos compartidos en la herencia con los padres, los collages de ojos, narices, orejas, bocas, sin duda aportan a la inquietud incontrolable de quien repentinamente se queda sin máscara para identificarse. Pero entonces, Liebenthal impulsa a su personaje hacia una nueva perspectiva en la que el horizonte se le abre diáfano, solo con dejar de ver en la misma dirección de siempre y mirar hacia el costado o hacia atrás, para encontrarse con la oportunidad tremendamente tentadora de vivir una nueva vida, de renovar las emociones de otros encuentros, de quitarse de encima el sometimiento de su propia identidad. Por lo tanto, la película emerge en dos direcciones que se encuentran en el mismo punto de la identidad. Un camino avanza en el necesario nuevo reconocimiento de cada rasgo, de cada pliegue, de cada gesto, para reconocerse único, singular y por lo tanto valioso, mientras que por el otro camino va en busca de un placer liberador, el de la huida del encasillamiento, el de una nueva vibración, un cartucho nuevo para quemar en las emociones intensas de la vida en su sentido más puro y biológico.