Tras una década de los ochenta especialmente reveladora, Aki Kaurismaki, con una identidad como autor bien consolidada, emprendía la década de los noventa con el objetivo de profundizar su visión especialmente transparente de la sociedad más extendida no solo en Europa, sino en el mundo, justo cuando el capitalismo más salvaje se había apoderado de la lógica cultural, por la vía de una economía aceleradísima. Para empezar la década de los noventa, ya con los pies en la globalización, Kaurismaki le dio fin a su “Trilogía del proletariado” con ‘La chica de la fábrica de fósforos’ (1990), que además consiguió para Kaurismaki un notable reconocimiento en la Berlinale y lo perfilaría como uno de los grandes directores de la década que apenas empezaba. ‘La chica de la fábrica de fósforos’ nos narra la vida de Iris (Kati Outinen), operaria en una monótona fábrica de cerillos, quien en casa sufre el desprecio de su madre y el maltrato de su padrastro. Para divertirse, visita las discotecas populares y ahí es donde se encuentra con un romance que sacudirá su propia vida.
Kaurismaki repara en las máquinas, en el proceso detallado de la fabricación de fósforos y presenta a Iris como una pieza más, deshumanizada, en una maquinaria extensa. Esa monotonía aplastante, esa mecánica devastadora, han construido una vida gris o más bien han degradado una joven, apenas aferrada a la institucionalidad aplastante de la familia y el trabajo. Kaurismaki, como en toda su “Trilogía del proletariado”, repara en una poesía urbana que es siempre conmovedora, sin dejar de ser melancólica. En los bares populares suena la música de los grupillos que recrean el tango y el rock, como si una tristeza universal copara los rincones donde los obreros se lamen las heridas. El viaje unipersonal de Iris es de auténtico sacudimiento, de una contorsión instintiva para sacarse de encima el polvo que carcome la existencia. La sexualidad de Iris es frontal, sin prolegómenos ni rodeos; fría como toda la atmósfera que se construye, pero es la vía para romper las barreras de una vida sin destino preciso. Constantemente se repiten las imágenes del contexto histórico en las humildes pantallas de televisión, que se multiplican sin discriminar las habitaciones. Así, mientras Juan Pablo II predica por el mundo como Jefe de Estado del establecimiento, el ejército chino masacra a los estudiantes en la plaza de Tiananmén, todo con la mirada embotada de los personajes, quienes observan el espectáculo sin reacción alguna pero con la atención completa. Como todos los protagonistas de su trilogía, los personajes de Kaurismaki están en busca de la ruptura, del quiebre de sus vidas, de la escapada, en una conversación constante con los outsiders del Nuevo Hollywood, los auténticos obreros antisistema del Free Cinema, pero también los mártires de cruces diversas de Bresson. Kaurismaki expande la expresividad más allá del crimen, es capaz de dotar a esta mujer absolutamente sometida de un libre albedrío extenso, que puede usar sin limitantes morales o éticas propias de toda construcción social. Así es como la venganza, la pena y la furia pueden aparecer simultáneamente, mientras vemos a una mujer que va a al cine y llora dejando que las lágrimas le laven el rostro, y puede asumir el maltrato con la dureza necesaria para no resquebrajarse, para soportar el trámite de los días y de las decisiones brutales que a fin de cuentas asumen la responsabilidad. En los planos abiertos, luminosos, fríos y extendidos, Kaurismak finalmente libera a su personaje, sin necesidad de quitarle de encima la pena, pero otorgándole la satisfacción de la liberación, de la toma de decisiones más auténtica, de una autonomía sin ataduras, sin condiciones.
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