jueves, 30 de junio de 2022

El mito biológico de ‘Kirikou y la hechicera’ y la africanidad autónoma de Michel Ocelot













La mitología universal encuentra usualmente vasos comunicantes en medio de su extensa diversidad. Los héroes repetidamente atraviesan un camino, emprenden un viaje, que a fin de cuentas siempre es la vida, la experiencia de confrontarse con la naturaleza y con el mundo. En el cine, la animación constantemente ha sido un canal eficiente para expresar la condición sobrenatural del mito. Más allá de la hegemonía de Disney desde Hollywood, el cine independiente ha encontrado una veta fundamental en la animación, no solo como expresión de miles de artistas sino ampliamente en la consolidación de la identidad. En Europa, cada vez fue más necesaria la apropiación de la herencia africana que ha enriquecido culturalmente a los países mediterráneos. El francés Michel Ocelot, consolidado como animador en una potente industria televisiva europea, poco a poco fue construyendo una filmografía reivindicativa de la herencia africana, especialmente con la extraordinaria trilogía de Kirikou, basada precisamente en los mitos fundacionales de la África subsahariana. En una pequeña aldea africana, se ha extendido lo que se cree es el maleficio de la bruja Karaba (voz de Awa Sene Sarr), de quien se sospecha que se ha robado el agua y ha devorado a varios habitantes del lugar. Nace entonces Kirikou (voz de Doudou Gueye Thiaw), que puede hablar y caminar desde recién nacido, autónomo en sus acciones y con el ánimo vital de transformar el mundo con su astucia, sabiduría y velocidad extrema. 

Kirikou es empujado por su madre para nacer, no en el esfuerzo de la puja natural, sino como una invitación a ejercer su autonomía. Nace autónomo y desde entonces vive en autonomía, sin que ello implique la ruptura de ninguno de los hilos profundos que lo vinculan con su madre. Con el poder sobrenatural de los elegidos, ejercido de forma silvestre desde que sale del vientre de su madre, Kirikou emprende el camino de la reivindicación colectiva, con el objetivo incluso inconsciente de librar a su pueblo de la tiranía. Ocelot es partidario del color, de la naturaleza integrada de los cuerpos desnudos con el fondo de los cielos, los ríos, los follajes, las cavernas, el subsuelo, los animales, como una sangre común, que no se diferencia cuando se aprecia completo el paisaje. La vida y la muerte también se resuelven de forma natural y finalmente entran en conflicto con la naturaleza extendida de la selva, de la sabana, de cada espacio descubierto al paso del héroe Kirikou. La música del senegalés Youssou N’Dour, alimentada por tambores y vientos naturales de madera, con las voces del trance propio de la africanidad. La minusculidad extraordinaria de Kirikou se contrapone a la inmensa potencia física de los héroes occidentales, que representan casi redundantemente el poder de sus dones. El pequeño Kirikou puede acceder a donde nadie entra, su pequeñez física le otorga magnanimidad, una majestad especial, que le permite acceder al centro de la tierra, para reordenar los espíritus, para que florezca la vida sobre las desconfianzas, los malentendidos, con todo y la unión trascendente entre hechiceros, en la conjugación de diversas energías que en el fondo constituyen al mundo. Incluso, la furia es sanada, de la misma forma en la que el ratón le quita la espina de la pata al león. Kirikou libera a la hechicera de la pena y entonces todo alrededor florece, cuando el dolor finalmente se marcha por un cauce diferente, como si todo se reacomodara finalmente. Esa relación fundamental entre las emociones y el entorno difícilmente puede expresarse de forma más diáfana. Ocelot convierte a Kirikou en una deidad, que crece progresivamente desde su propia naturaleza imperecedera e perpetuamente en movimiento. 



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