Hacía finales de la década de los setenta, el sueño colectivo de la contracultura de los sesenta se estaba extinguiendo entre la desilusión que generaban las injusticias y la persistencia de un conservadurismo recio que había causado un desastre en Vietnam. Steven Spielberg había surgido de aquella camada de cineastas contraculturales que refundaban Hollywood con nuevos preceptos, con la mirada puesta en los outsiders o en el pueblo estadounidense raso, lejos de las luminarias inalcanzables del Star System. En el 77, George Lucas había partido en dos el negocio del cine dándole el banderazo de partida a los blockbusters, las películas como negocio multimillonario, con su ‘Star Wars: Una Nueva Esperanza’ (1977). Spielberg, tras una serie de filmes encantadores en el apogeo contracultural, había cautivado a las audiencias con su horror de espasmos y leit motiv en ‘Tiburón’ (1975) y apenas dos años después se convertía con anticipación en el Rey Midas de los corporativos años ochenta con su ‘Encuentros Cercanos del Tercer Tipo’ (1977), en simultáneo con el parteaguas de Lucas. ‘Star Wars’ dictaría las películas y Spielperg la dirección. En ‘Encuentros cercanos del tercer tipo’, nos lleva por dos caminos. El camino sencillo de Roy Neary (Richard Dreyfuss), padre de familia que, en busca de la solución a un apagón eléctrico en su casa, se encuentra con un ovni que le contagia una fascinación enfermiza en busca de una montaña fija en su mente. Por otra parte, el experto en el fenómeno ovni, Claude Lacombe (nada más y nada menos que François Truffaut), estudia en el Desierto de Sonora la aparición de aviones y cargueros desaparecidos por décadas, pero sin sus pilotos. Desde esa plataforma, dan inicio dos viajes que se entrecruzan, que se tocan y se entraman, como si estuvieran vistos desde las alturas por una deidad extraterrestre que se revela gradualmente.
Spielberg parte de las lecciones propias de su generación, de los principios no escritos del Nuevo Hollywood contracultural. Su cine abreva de la inmensa herencia del Hollywood clásico y al mismo tiempo parte de la mirada del outsider. Pareciera que en cualquier momento Cary Grant va a emprender la huida de los ovnis que sobrevuelan la carretera, como lo hace en ‘Intriga Internacional’ (1959) y la fuerza indescifrable inunda de luz los espacios como en ‘El enigma de otro mundo’ (1951), de Hawks. Pero al mismo tiempo sus protagonistas son tan outsiders como los de su generación, con Roy, el padre que pierde la familia por el delirio, o para ser más extenso en la diversidad, el francés (fundador de la Nueva Ola), que también como extraterrestre viene a lanzar los cables de la comunicación resignificada. La mirada de los niños puesta en el cielo y en los detalles, que se haría célebre en el cine de Spielberg, con la sacudida descrita hasta los detalles, todo visto por una nueva luz, aquí incluso desde lo narrativo. La evolución de la trama no se centra especialmente en las acciones narrativas sino en la construcción de una experiencia espectacular, de un espectáculo masivo que no necesariamente tiene que ir al fondo de sus propias ideas, sino que es suficiente con su puesta en escena de un mundo identificable para cualquiera que pertenezca a la homogenización cultural del capitalismo. A ese mundo perfectamente reconocible década tras década, gracias a la intuición privilegiada de Spielberg, se le suma también una concepción inédita para ese entonces, especialmente para el asunto de la vida en otros planetas, frecuente como es normal en la ciencia ficción. Aquí Spielberg convierte a la vida extraterrestre en una deidad suprema, luminosa, sin rostro, que parece estar por encima de las capacidad estructurales e intelectuales de la máxima potencia perfilada para devorarse al mundo. Los extraterrestres olímpicos de Spielberg levitan como la representación divina de Cecil B. De Mille o William Wyler, con todo y sus héroes que atraviesan auténticos escenarios caóticos de distopía bien acogedora justo en la construcción de una auténtica experiencia. Así pues, ascienden y descienden, eligen humanos para sus tareas, abren y cierran los portales para descender y ascender a la luz enceguecedora de su paraíso inabarcable e incomprensible para los humanos, pero los invita a compartir en la mesa con sus apóstoles enviados para dejar mensajes, para responder a la música de los outsiders redimidos a punta de sus percepciones diversas de la realidad. Aquí Spielberg, formado en el séquito de una resistencia virtuosa de cineastas rebeldes, quitaba el velo de un cine monumental, de dimensiones nunca antes vistas, con presupuestos descomunales, que sería la respuesta del establecimiento cinematográfico a la conversión del cine en una sola corporación trasnacional. Y Spielberg tomaría el timón de ese transatlántico que aún domina el océano.
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