El cine coreano se ha hecho especialmente visible en los más recientes años, lo cual no representa de forma alguna la relevancia que ha tenido durante al menos cuarenta años, coincidiendo con el auge mismo a nivel global de uno de los Tigres Asiáticos como país. En ese panorama repleto de auténticos artistas trascendentes, el nombre de Park Chan-wook se ha distinguido muy especialmente por su estética de la violencia, por la poesía callejera de su horror, destacándose muy especialmente su crucial ‘Trilogía de la Venganza’, apenas en el despertar del siglo, en donde es capaz de trazar los alcances devastadores de la venganza más tangible, cruenta, retorcida y devastadora que puede alcanzar el tan romantizado espíritu humano. La primera entrega de las trilogías fue ‘Sympathy for Mr. Vengeance’ (2002), basada en un cómic de Myeong-chan Park, en donde se cuenta la historia de Ryu (Shin Ha-kyun), un joven sordo y aspirante a artista plástico que debe dejar sus estudios por un trabajo pesado en la metalurgia, para conseguir dinero suficiente que le permita atender a su hermana convaleciente, quien necesita con urgencia un trasplante de riñón. Las barreras que cruza Ryu, de la mano de su amiga Yeong-mi (Bae Doona), quien hace parte de un movimiento radical de anarquistas.
La perspectiva auténticamente sensorial de Ryu es el núcleo de la inmensa célula biológica que Park Chan-wook progresivamente va conformando, echando mano de carne y sangre, con el agregado de la escucha subjetiva del sordo, con el embotamiento del oído, mientras las imágenes se multiplican violentamente frente a su realidad pragmática. Los títulos aparecen para representar los pensamientos de Ryu, aquí sí en el cine mudo, haciendo referencia al silente. Se construye poco a poco un encierro a punta de cemento y plástico en un mundo urbano, polvoso, que empieza salpicándose por gotas de sangre y termina lavado en hemorragias, sesos y vísceras. Esa progresión es la misma que construye una trama hecha con cables tensados que decapitan a los personajes sin decapitarlos, que les hace perder la violencia a punta de supervivencia y de venganza incontenible. La confrontación de Ryu frente al mundo recuerda a los mártires de Bresson en un mundo ultramoderno, sometido a una aceleración causada por una sordera propia de la violencia ciega, que no atiende razones, que no quiere saber de causas, que está atravesada no de lado a lado sino de la cabeza a los pies. El escalamiento violento es entramado con gran destreza por un autor lógicamente diestro en la escritura, en el plan cerebral de la aniquilación del otro. La revelación abrumadora es la de la comprobación de que la emoción más punzante es capaz de convivir con el plan más cerebral, impulsándose mutuamente, en un mundo descarnado y horroroso. Es el mismo matrimonio monstruoso que impulsó los exterminios y Park Chan-wook es capaz de sintetizarlo en la percepción de un joven que, en su encierro sensorial, mata para no morir y muere por no matar. En los hilos y ríos de sangre que atraviesan la carne, el mugre y el cemento, hay una estética que invita a la contemplación, con una melancolía llena de escepticismo sobre la condición humana. Resulta sin duda devastador partir del amor filial más sincero y avanzar aceleradamente a la guerra misma, a un escenario en el cual se hace imposible detener ese tren. El dolor profundo, en las entrañas mismas, no descritas como un concepto, sino como una realidad que se puede tocar, es la causa y la consecuencia al mismo tiempo y ese espiral aquí es elaborado con lujo de detalles, como si se tratara de una disección de autopsia. Dolor en las vías circulatorias y en las vías respiratorias, obstruyendo los sentidos y las consideraciones
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