Después de haber plantado la semilla de ‘Sympathy for Lady Vengeance’, Park Chan-Wook conquistó una cima estilística que marcaría un hito justamente cuando apenas el mundo observaba el terreno del nuevo mundo. ‘Oldboy’ (2003), ganadora del Premio del Jurado en el Festival de Cannes, definió de forma particular el advenimiento de un cine propiamente del nuevo siglo, con una violencia repensada desde una poesía propiamente urbana; un cine que recupera los lazos filiales con el cómic para no solamente remontarse en la historia, sino también en las profundidades complejas de la condición humana más visceral. ‘Oldboy’ cuenta la violenta travesía de Dae-su (Choi Min-sik), un exitoso hombre de negocios que es secuestrado y confinado por quince largos, hasta que es liberado cuando está a punto de escapar. Dae-su emprende el camino de su propia venganza, con las afectaciones y potencias desarrolladas en el encierro, en busca de una redención sostenida en los pilares de la satisfacción vengativa.
Park Chan-Wook aprovecha la extraordinaria trama del manga de Garon Tsuchiya y Nobuaki Minegishi, elaborada como un thriller meticuloso, en los dominios de un misterio propiamente horroroso. El director surcoreano encuentra un espacio ideal y eficiente para construir una serie de viñetas propias que replican la estética del cómic, pero al mismo tiempo elaboran cuidadosamente el marco poético de una poesía trascendente, de aquella belleza insólita que el mismísimo Hitchcock ya había insinuado cuando Marion Crane cae en el piso del baño después de desgarrar la cortina de la ducha. Park excava profundamente en esa belleza extensamente melancólica, de un dolor insoportable que se expresa en una carnalidad ilimitada, en una exhibición confrontadora, que traspasa intencionalmente los límites de la tolerancia emocional y de la moral, con el objetivo preciso de desnudar una naturaleza reconocible y por lo tanto conflictiva, comprensible en la intensidad de unos sentimientos devastadores, de realidades aplastantes que convierten lo irremediable del pasado en una auténtica lápida sempiterna. La cámara de Park se sitúa con contundencia para elaborar una composición que es capaz de sintetizar la atmósfera degradante y simultáneamente trágica que se multiplica progresivamente, con un plan medido de agregados dramáticos, que se va revelando progresivamente, mientras la monstruosidad moral poco a poco va dejando ver su rostro. En el escalamiento imparable de la pena, también se eleva poco a poco un estruendo propio de una trascendencia mística, como si el mismo diablo se elevara sobre el escenario e impidiera las satisfacciones, incluso las que son encaminadas por el camino que la crueldad más malévola ha trazado. El dolor intolerable e incurable que plantea Park Chan-Wook resulta ser un escenario dantesco, no solamente en el terreno mismo de la ficción, sino extrapolado a la reflexión sobre la vida, en la especulación sobre la realidad, no como en la ciencia ficción, sino en la vulnerabilidad ineludible frente al horror natural de la vida extensa, desde la individualidad hasta la colectividad, desde el fuero más íntimo hasta el más público. Ese castigo que se construye con gran destreza en ‘Oldboy’ es el horror supremo, aquel que supera como desgracia a la muerte misma, el mismo horror al que se refiere el coronel Kurtz, en la carne de Brando, pero detallado con lujo de detalles tan poéticos como sangrientos. Ese daño permanente en el espíritu es la peor desgracia. La proyección de esa condena al azote mental de la culpa es lo que colma de trascendencia la obra de Park Chan-Wook, en especial en este pico de su trilogía, en la consolidación final de una gran cantidad de postulados sobre la condición humana, sobre la complejidad emocional del ser humano, que constantemente atenta contra su propia supervivencia.
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