En las fuentes de la ficción clásica, nadie ha alimentado de forma más consistente y constante el cine anglosajón como lo ha hecho el norirlandés Kenneth Branagh. En las adaptaciones precisas de la literatura narrativa y los clásicos del teatro, Branagh ha mantenido fresca la esencia trascendente de una tradición antiquísima de la ficción, desde sus adaptaciones shakespearianas hasta la imposición de los nuevos paradigmas culturales en los blockbusters de superhéroes. Kenneth Branagh de nuevo es relevante mediáticamente por su película ‘Belfast’ (2021), que ha conseguido siete nominaciones a los premios Óscar. En un claro ejercicio autobiográfico, Branagh, nacido precisamente en Belfast, la capital de Irlanda del Norte, se traslada a la década de los sesenta para construir todo un entramado sociopolítico con el núcleo en Buddy (Jude Hill), la célula funcional de una familia de tres generaciones de la clase media en plenos conflictos interétnicos y religiosos entre católicos y protestantes, en medio de intensos disturbios y brutalidad policial como respuesta. Buddy nos lleva de la mano por todo un teatro urbano de implicaciones históricas con reflejos inmediatos en nuestro presente convulsionado.
Branagh nos introduce en un sobrevuelo a color sobre la ciudad, haciendo referencia al presente, pero explorando la raíz en blanco y negro de una historia profundamente social. La especificación de su inmersión en el teatro urbano llega hasta el pequeño Buddy, uno niño inquieto, que se mueve en su ecosistema y funciona eficientemente como referencia de una comunidad viva, latente, de interacciones naturales, entre padres e hijos, entre hermanos, entre parejas de diversas edades, entre primos, entre amigos, entre vecinos. Los escenarios se repiten como postales con la capacidad fotográfica de sintetizar todo un mundo, desde lo social más cercano hasta la política que atraviesa a fin de cuentas las relaciones y determina el destino de quienes ya conocemos de cerca. En ‘Belfast’, puede percibirse la trascendencia profunda de las relaciones familiares que talló en piedra para siempre Terence Davies con su ‘Distant Voices, Still Lives’ (1988) y simultáneamente la angustia del horror tocando a la puerta que explota todo en mil pedazos en ‘En el nombre del Padre’ (1993), de Jim Sheridan. Esa relación transversal propia de la realidad ineludible plantea una toma de conciencia profunda sobre las consecuencias de las decisiones colectivas sobre cada persona y la ruptura de sus vínculos de afecto. Así la película se convierte en el álbum de fotos que con profunda tristeza y melancolía observa en detalle, hoja por hoja, quien ha tenido que dejar atrás a los que ama. Solo en la ficción de la sala de cine y el teatro regresa el color, que brilla en la mirada de los protagonistas, como si se tratara de sus propias memorias encendidas por la representación. De la misma forma, por la novedad del aparato de televisión cruza con la misma naturalidad ‘Star Trek’ o John Ford con ‘Liberty Valance’, mientras que por la calle corre la aceleración de un tiempo convulsionado, de puñetazos iracundos y sillas contra los cristales, contrarrestados en exceso por armaduras hiperviolentas. En esa deriva incesante, los lazos familiares se resisten todo lo posible a romperse, procurando continuar la vida como si nada, pero conscientes de que está pasando todo. La música de Van Morrison nos toma de las solapas y nos instala placenteramente en una época de consolidación de una pangea inestable. Resulta ser una voz que tiene la capacidad de camuflarse en la cultura de quienes cantan a voz en cuello, como si gritaran, como si se defendieran de la angustia atroz que poco a poco los encierra en las propias limitaciones de la individualidad simple frente a la historia. En el recorrido coordinado por esta maqueta de las consecuencias tristes de la violencia, podemos comprender buena parte de un presente que separa cruelmente a
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